Waterloo, no tan decisiva
El bicentenario de la batalla permite matizar su trascendencia, más simbólica que militar
El duque de Wellington, en una reflexión que se ha hecho famosa, dijo que “la historia de una batalla es como la historia de un baile. Algunos pueden recordar todos los pequeños detalles cuyo gran resultado es la batalla ganada o perdida, pero nadie puede recordar el orden o el momento exacto en que han ocurrido y es precisamente esto lo que marca la diferencia”. El afortunado lector de Stendhal (La Chartreuse de Parme) o de Stephen Crane (The Red Badge of Courage) recordará sin duda para siempre las famosas escenas en que uno y otro novelista nos presentaban a sus protagonistas literalmente perdidos en el laberinto de una batalla, dentro del cual ya no reconocían siquiera cuáles eran las líneas amigas o enemigas. Pues bien, los dos libros que ahora se presentan sobre Waterloo (con motivo de su bicentenario) tratan ante todo de hacer comprensibles los movimientos de aquel encuentro que conmovió al mundo y alumbró una nueva era en la historia de la Europa del siglo XIX. Y sus autores lo consiguen plenamente utilizando cada uno un método diferente.
Alessandro Barbero procede a una reconstrucción minuciosa de las operaciones militares que se desarrollan ante nuestros ojos no sólo a través del pormenorizado relato de los hechos, sino también a través de una espléndida serie de 14 mapas que resultan a veces más reveladores que el propio texto para el entendimiento de las acciones de los distintos contendientes. Y, para colmo, logra el asombroso hito de resumir la batalla en un solo párrafo, siguiendo un símil también procedente del general británico: “El púgil francés empezó el combate sin tomárselo en serio (…); su contrincante esquivó inesperadamente algunos golpes de KO y consiguió asestar algún puñetazo contundente, aunque se estaba cansando y a la larga se hubiera derrumbado si no hubiera subido al ring el tercer púgil, el prusiano. (…) Aunque el francés era el más fuerte, a la larga no pudo aguantar solo contra dos, y al final tuvo que tirar la toalla y perdió por KO técnico”.
También Bernard Cornwell, que ofrece menos material cartográfico de las acciones pero más material iconográfico de la campaña, triunfa en el alarde de comprimir la batalla de cuatro días en tres actos: “Napoleón embiste contra el flanco derecho de Wellington en un intento de atraer las reservas de efectivos del duque a esa zona del campo de operaciones, y después lanza un ataque masivo contra el costado izquierdo de las fuerzas francesas, pero esa ofensiva fracasa. El segundo acto es el del tremendo asalto de la caballería napoleónica sobre el centro derecha del ejército del duque; y el tercer acto, en el que irrumpen por el lado izquierdo de la escena los prusianos, es ya una acometida a la desesperada cuyo protagonista es la hasta entonces imbatible Guardia Imperial”.
A partir de estos acertados resúmenes, los datos se multiplican: número de fuerzas combatientes, división de los cuerpos de ejército, maniobras principales y secundarias y, sobre todo, balance de las bajas, con amplias oscilaciones (más acusadas en unos casos que en otros): 5.000 en el combinado británico-neerlandés, 2.000 del lado prusiano y 20.000 por parte francesa (Barbero), frente a 4.000 del combinado, 20.000 prusianos y 30.000 franceses (Cornwell).
Y, a continuación, las consecuencias. Alessandro Barbero se permite un ensayo de historia contrafactual, pensando que la suerte estaba echada antes de Waterloo (pues Napoleón hubiera acabado de todos modos perdiendo la partida ante la nueva coalición europea, ya que tras los ingleses y los prusianos ya se divisaban los austríacos y los rusos) y negando así un valor definitivo a la batalla incluso si la victoria se hubiera inclinado del lado de los franceses. En todo caso, ambos autores están de acuerdo en conceder a Waterloo una trascendencia que va más allá de lo puramente militar: su valor simbólico desarboló el intento de restauración bonapartista y condenó al emperador a Santa Elena y a Francia a la capitulación ante sus enemigos.
Waterloo permitió la consolidación de las bases que ya se habían dispuesto en el Congreso de Viena con el afianzamiento de la Europa neoabsolutista y conservadora que sancionaría la Santa Alianza de Prusia, Austria y Rusia aquel mismo año de 1815. Sin embargo, tales resoluciones no acabaron con la soterrada vida del liberalismo, que asomaría pronto en el pronunciamiento de Riego en España en 1820, después en la revolución de 1830 y más tarde en el momento democrático de 1848. Ni evitarían tampoco la aparición del Manifiesto Comunista en la misma fecha ni la floración de los movimientos que conducirían a la formación de la Primera Internacional en 1864.
Waterloo. La última batalla de Napoleón. Alessandro Barbero. Traducción de J. C. Gentile Vitale. Pasado y Presente. Barcelona, 2015, 366 páginas. 25 euros.
Waterloo. La historia de cuatro días, tres ejércitos y tres batallas. Bernard Cornwell. Traducción de Tomás Fernández Auz y Beatriz Eguibar. Edhasa. Barcelona, 2015, 480 páginas. 35 euros.
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