Pablo Alborán: las tripas de la gira
Una intensa jornada en Valencia junto al actual fenómeno de la música española: así son las bambalinas de un ‘tour’ interminable
Al bajar del tren en la estación de Valencia, se monta la marabunta. Las 25 fans, que llevan horas esperando su llegada, salen corriendo a la puerta de salida del andén tres. El número se multiplica al sumarse los curiosos que, ante el alboroto, se percatan de quién es ese chico que lleva una mochila y se oculta tras unas gafas de sol plateadas y una gorra. “¡Pablo! ¡Pablo! ¡Por favor, Pablo!”. Es lo único que se oye en mitad de la histeria y las decenas de manos con móviles. “Así en cada ciudad”, dice Carlos, uno de los agentes de Get In, la sociedad, participada por Warner Music, que se encarga de gestionar los conciertos de Pablo Alborán, embarcado en una exitosa gira por España de más 50 conciertos por grandes recintos tras agotar entradas por varios países de Latinoamérica y que le llevará también a Francia, Rumanía, Portugal y Estados Unidos.
Nerviosismo, selfies apresurados, caras ilusionadas, lágrimas y mucha pasión desbordada. Esta escena es una constante en la vida de Pablo Alborán, donde el fenómeno fan alcanza la máxima temperatura. Tras emplear 10 minutos en andar apenas 20 metros, el cantante, acompañado de sus inseparables agentes Rafa —“íbamos juntos al colegio desde los 15 años”— y Esperanza — “es como mi hermanita”—, se sube a una furgoneta con los cristales tintados. En el hotel, antes del ensayo, es el único momento que tiene para descansar. Come, se echa una siesta “de no más de una hora” y trastea un poco con el ordenador. Por la noche, intenta conciliar el sueño viendo la tele o leyendo. Estoy con Breaking bad y soy fan a muerte de The Walking dead”, dice. Sus últimos libros han sido The music lesson, de Víctor L. Wooten, y El instinto musical de Phil Ball. En esta gira gigantesca, la más importante por número de fechas y volumen de negocio de cualquier músico español, se pasan muchos días en muchos hoteles diferentes. “Más de una vez me he pegado una leche al ir al baño por la noche confundiendo una habitación con otra”, confiesa entre risas. Y en su escaso tiempo libre estudia “a saco” inglés, “pensando en cantar en ese idioma algún día”, y practica deporte. “Me cuido mucho. No bebo alcohol, aunque me guste de vez en cuando tomarme alguna copilla. Voy al gimnasio, hago natación y, sobre todo, salgo a correr por la calle. No me preocupa si la gente me reconoce. Correr lo necesito muchísimo porque me amuebla la cabeza”.
Esa cabeza parece aún más en forma que su cuerpo de deportista. Alborán, el artista que más discos ha vendido en los últimos años en España, es una persona que se reconoce “un loco” de su trabajo. Es una marca y lo sabe. Asume encantado esta responsabilidad. Sabe perfectamente que sus valores son los que más repiten sus fans al ser preguntadas qué tiene este chico de 25 años que no tengan los demás: “Humildad”, “cercanía”, “sensibilidad”.
15 días de cola: palabra de fan
En Valencia, algunas fans de Pablo Alborán hicieron 15 días de cola, como Marta, de 17 años, que le ha llevado a la estación al chico de sus sueños una pulsera de cuero marrón, que consigue darle, entre empujones y gritos. María, de 32, le ha comprado un perro de peluche y dos cartas escritas de su puño y letra en el que le da las gracias por ayudarla “a luchar”. A Mónica, de 16 años, le acompañan sus padres, tan seguidores de Pablo Alborán como ella. Los tres se recorren la geografía española para ir a verle por distintas ciudades. Carla, de 16 años, ha llegado de las primeras a la estación, “antes de que saliese el sol”. “Merece la pena porque ganamos felicidad”, dice Carla. “Además se queda con las caras. Me dijo la otra vez que vino que me había visto en la primera fila en el concierto”, señala Natalia. “De ahí nuestra competencia”, añade.
La cosa es mucho más complicada de lo que pudiera parecer... ¿o mucho más sencilla?. El caso es que allí donde las escuelas de negocio hacen cursos para enseñar estas cualidades, él las lleva en la piel, le salen solas y las perfecciona en cada entrevista, en cada concierto, en cada encuentro privado con sus fans, que hace un par de horas antes de cada actuación tras un riguroso sorteo. Se sienta y charla con ellas y ellos, acompañados de refrescos y algo de comer. “Estos encuentros los decidí yo”, afirma. “Soy una persona normal, aunque mi vida es lo menos normal que existe. Por eso mi palabra preferida es calma. Es la palabra que más repito en mis canciones”, explica con una amplia sonrisa.
Camino del ensayo, Alborán abandona el hotel con calma, ataviado con camiseta blanca, vaqueros desgastados, zapatillas, gorra y gafas de sol. Carga otra vez con su mochila, en la que lleva su kit de supervivencia. “Tengo pastillas contra las migrañas, algún medicamento como Ibuprofeno, el ordenador portátil, el móvil, un neceser con cepillo de dientes, las pulseras que me regalan y carpetas con asuntos de las reuniones”, señala. Esas reuniones surgen todos los días a cualquier hora. Algunas son improvisadas en el tren, otras en el hotel o en el escenario, resguardado por la lona tras el ensayo, mientras las fans empiezan a entrar entusiasmadas y a gritos en la plaza. “Tengo mucho que aprender. Me gusta estar encima de todo, de cada detalle. Además, hay decisiones que nadie puede tomar por mí”. Una de ellas ya la tiene tomada: cuando acabe esta enorme gira a final de año, desaparecerá una temporada: “Han sido cinco años increíbles pero ya ha llegado el momento de parar y pensar”.
La furgoneta serpentea por las calles de Valencia. Sobre el asiento, descansan los regalos de sus seguidores. Alborán coge la pulsera marrón y le pide a Esperanza que le haga “un nudo marinero para que no se caiga” —durante el concierto la besará en mitad de una canción y estallará la euforia—. Aprovecha para mandar un mensaje de audio a un miembro de seguridad de su equipo que acaba de ser padre. Saluda con “soy Pablito” y se despide con “un besote para ese ángel”. Durante todo el trayecto, no se separa de su iPhone, que consulta en varias ocasiones para leer algún email. El calor pega fuerte, pero los aledaños de la plaza bullen de fans. El griterío hace vibrar la furgoneta al entrar al recinto. Decenas de chicas portan pancartas hechas a mano con la palabra “gracias”, título de una de sus canciones. El calor se hace más incómodo sobre el escenario, presidido por una enorme pantalla encendida, y van cayendo varias botellas de agua entre todos los miembros del grupo. Alborán trota de un lado al otro para hablar con músicos y técnicos de sonido. Minutos antes del concierto, el músico, el grupo y sus agentes hacen una piña en el backstage, como los futbolistas en el túnel de vestuarios. Alborán, que ha pedido un té caliente para la voz, aprovecha para agradecerles el esfuerzo a sus compañeros y todos terminan con el grito de guerra de cada concierto: “¡Alborán!”.
Es el mismo grito que se oye en las gradas en ese momento. También cuando el músico, minutos antes de que su banda termine de tocar y se confirme un nuevo éxito popular dentro de esta interminable gira, salga por la puerta de atrás de la plaza de toros de Valencia en una furgoneta para evitar aglomeraciones de fans en la salida. Como un boxeador, con una toalla en el cuello, Pablo Alborán sale corriendo a pequeños pasos y con calma. “¡Mañana más!”, grita a los que se despiden de él. Y será así: mañana habrá más Alborán, ese chico normal sin vida normal que crea el mayor de los revuelos allí por donde pasa.
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