Jeff Koons: caído del cielo
El Museo Guggenheim Bilbao acoge la retrospectiva del artista con la que se han batido récords en Nueva York y París
A lo largo de toda su carrera, Jeff Koons erigió un monumento a su propia fama con las piedras que los críticos le lanzaban. Incluso consiguió superar la barrera del sonido mediático marcada por Andy Warhol y su festejado comentario: "En el futuro, todo el mundo será famoso durante quince minutos". El artista más rico y exitoso del planeta lleva tres décadas —acaba de cumplir los 60— manteniéndose en el resplandeciente torbellino de la promoción cultural, y hoy son muy pocos los que se atreven a criticarlo en voz alta sin ser acusados de "demodés", "amargados" o, en el mejor de los casos, "neomarxistas".
El Museo Whitney despidió su antigua sede en la avenida Madison el verano pasado, con una retrospectiva de Koons que congregó colas de curiosos y entusiastas. La muestra recaló después en el Pompidou de París, donde rompió el récord de la exposición más visitada de un artista vivo, con casi 700.000 entradas. Ahora llega al Guggenheim Bilbao.
Desde la eclosión del mercado del arte, surgida casi paralela a la del mercado de los tulipanes, pintores y escultores han fantaseado con la idea de descargar gas tóxico sobre los críticos, provocando fiebres, diarreas y hastío de la profesión. Pero hay una nueva arma, más rápida y letal, el agente naranja Koons, capaz de fulminar a quien por condescendencia o miedo a perderse algo importante cede a la evidencia de su éxito. Si hay un artista cuya fama ha ido creciendo en proporción inversa a la de sus panegiristas, ese es Jeff Koons. El corrosivo Peter Schjeldahl, el eterno candidato al Pulitzer Jerry Saltz, y la crítica de The New York Times Roberta Smith han respaldado, cada uno en su estilo, el estatus de este Judas del dadaísmo como una buena inversión, alabando sus credenciales de artista "extraño, emocionante, místico. Un alien". Jed Perl, crítico de The New York Review of Books, se pregunta cómo es posible que historiadores de la talla de Alexander Nagel o Robert Rosenblum se hayan sentido "tocados", "sometidos", incluso "rejuvenecidos", por el "desconcierto" que —dicen— crea su obra.
Con Koons, el tren del arte económicamente rentable nunca descarrila aunque haya llegado al final de la línea
¿A quién le importará el juicio de estos connaisseurs cuando se acaben las fiestas en la terraza del Metropolitan, los bailes en Versalles y los selfies en el Guggenheim? Posiblemente, ni a sus galeristas (Larry Gagosian, David Zwirner). La delectación casi nihilista de Koons en el objeto de consumo sólo prueba sus virtudes en el único lugar donde realmente brillan, en el mercado. En términos benjaminianos, el éxito de Jeff Koons —un corredor de Bolsa convertido en artista— ha sido sustituir el aura perdida de la obra de arte por el sensacionalismo y la imaginería de la publicidad. Ya en sus series de los ochenta y principios de los noventa—Lujo y degradación, Banalidad, Hecho en el cielo— comenzó a incorporar la superficialidad y la naturaleza robótica de sus alabanzas a sus esculturas hasta convertirlas en juguetes para ricos. Veneró a sus dioses vegetales con una escultura gigante policromada (Tulipanes, 1995-2004), hoy instalada en una de las terrazas del Guggenheim Bilbao y por la que la franquicia vasca pagó cinco millones de dólares. Una buena inversión. Koons es una de las marcas más rentables de América, como la Coca-Cola o McDonald’s.
Además, es un artista popular. Pocos días después de la inauguración de su retrospectiva en el Museo Guggenheim Bilbao, un matrimonio de edad avanzada que se sentía espectador cronista —él con txapela— exclamaba con gesto de autosatisfacción: "¡Pero si esto es de lo más normal!". Tenían delante una escultura de cristal violeta que representaba al artista como un fauno cariñoso practicando sexo con Cicciolina en postura kama sutra. Con Koons, el visitante de los museos no sólo cree saber y entenderlo todo. Su pornokitsch es tan severo que no deja lugar a la imaginación.
Hay dos factores que explican la "buena estrella" de Jeff Koons, y ninguno es baladí. El primero tiene que ver con la sacudida artística en Estados Unidos durante los cuarenta, con los primeros brotes de lo que luego se llamó la Escuela de Nueva York. Los lectores de Harper’s Bazaar, Fortune y Life se mantenían al día de los últimos experimentos en arte abstracto, que se utilizaba para resaltar la alta costura, y a la inversa, la moda daba distinción a los pintores. En las páginas de estas revistas, las pinturas, primero de Léger y Mondrian, y más tarde de Jackson Pollock, formaban parte de la decoración de los hogares más modernos. Los fetiches abstractos de los expresionistas se convirtieron en una mercancía muy valiosa durante la Guerra Fría, ya que el trabajo y la ideología que la sostenía, articulada en los escritos de críticos como Clement Greenberg, coincidía con bastante exactitud con la que llegó a hacerse dominante en la política liberal del presidente Truman y después bajo el paternalismo de Eisenhower. Había que recuperar el liderazgo cultural. Pero el reconocimiento no podía venir del presidente, sino de los museos, en concreto del MoMA. Y fue así como Nueva York consiguió robarle la idea de arte moderno a París.
Cambiamos MoMA por Whitney y Guggenheim; Truman y Eisenhower por Bush y Obama; Pollock por Koons. Y nada de purificar más la pintura; había que reeditar el ready made. Y en lugar de hacer de París la musa dormida, convirtámosla en cómplice entusiasta, con sus mejores platós, el Palacio de Versalles y el Centro Pompidou. Et voilà!, 50 años más tarde, el arte norteamericano ha recuperado su esplendor frente al asedio multicultural.
El segundo factor tiene que ver con el bajón institucional norteamericano después de 2001. La capacidad para la amenidad social de Koons debía ser una hábil solución. Se trataba de exponer en los museos más "modernos" del país, pero también en otras pinacotecas y palacios de ultramar donde rara vez entra algo moderno. De momento, el Louvre se le ha resistido, pero los inflables de Koons ya han desfilado por Versalles, el Arqueológico de Nápoles, la National Gallery de Melbourne, Oslo, Berlín, Londres, Helsinki… Con Koons, el tren del arte económicamente rentable nunca descarrila aunque haya llegado al final de la línea. Su escultura J. B. Turner Train (1986) nos recuerda que no es un imperativo histórico extender las vías hacia lo estéticamente desconocido.
Lo que molesta de Koons no es su estética de tocador hinchable, ni sus deposiciones gigantes de plastilina (Play-Doh), ni su animalario engañoso. Lo que realmente deprime es comprobar que la estación Termini del arte ha llegado demasiado pronto. Su obra nos recuerda la nadidad que sintió el replicante de Blade Runner a su regreso de un futuro que ya pasó: "He visto cosas que jamás creeríais (…) todos los momentos (del arte) se perderán como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir".
Será interesante ver cómo el presente continuo que viaja en los vagones del J. B. puede transformarse en algo reactivo. Todo dependerá de la ansiedad del tiburón hambriento. Para su desgracia —o suerte—, Koons nunca será un artista de culto, como lo fueron su admirado Michael Jackson, o John Lennon. Incluso, Andy Warhol. Así que lo más probable es que ningún crítico arrepentido quiera descargar sobre él una sola bala.
Jeff Koons. Retrospectiva. Museo Guggenheim, Bilbao. Comisarios: Scott Rothkopf y Lucía Agirre. Hasta el 27 de septiembre.
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