Huérfanos
Con un poco de conciencia cívica y no militando en nada, ni siquiera en la misantropía, jamás he sentido la tentación de acercarme a un mitin
Veo imágenes en la tele que hacen notaría de entusiasmos colectivos, miles de personas coreando en mítines con legítima pasión el pensamiento común, las soluciones a los males que vociferan sin sombra de duda los discursos de los líderes políticos. O festejando con reivindicativo e ilimitado alborozo el orgullo de pertenecer a la comunidad gay, durante tanto tiempo en obligada y castradora clandestinidad por el sentido moral que dictaba el orden. O a multitud de ciudadanos catalanes (todos ellos de la manita, aunque presuntamente unos sean de izquierdas y los otros de derechas) clamando por algo que debe ser fundamental para su existencia y denominado independencia. O a griegos que encomiendan su angustioso presente y su ausencia de futuro al triunfo del sí o del no en las urnas.
Imagino que tu vida se siente arropada y que hace mucho menos frío cuando compartes con tantos de tus semejantes creencias tan firmes y solidarias y las manifiestas en la calle. Pero poseyendo un poco de conciencia cívica y no militando en nada, ni siquiera en la misantropía, jamás he sentido la tentación de acercarme a un mitin, sumarme a un himno, poseer verdades absolutas, formar parte de los ejércitos al servicio de ideales y principios compartidos. Pero ello no es motivo de arrogante satisfacción, sino en ocasiones de envidia, de impotencia, de saber que el camino es tan largo como solitario.
Alguien que me conoce bien me endulza el aislamiento regalándome un libro tan extraño como hermoso, tan perturbador como sentido. Lo escribe, lo dibuja, imagina lo que sintieron sus desdichados y geniales protagonistas, ofrece datos reales a través de lo que escribieron y de la gente que les trató, habla de sí mismo, un tipo llamado Frederic Pajak. Se titula La inmensa soledad. Y el subtítulo es irresistible: “Con Nietzsche y Pavese, huérfanos bajo el cielo de Turín”.
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