Sónar, el festival mutante
Casi 119.000 personas han pasado por la muestra, que acentúa su carácter tecnológico
El Sónar ha iniciado una nueva mutación, la enésima en un festival de por sí mutante que en 22 ediciones ha cambiado de emplazamientos, de secciones y de días de programación, renovando unos planteamientos que no le han hecho perder contacto con su público. Ahora se trata de ir más allá, de calibrar su importancia en términos hosteleros, que por otra parte existen, dado el 56% de asistencia extranjera —ha recibido en total casi 119.000 visitas y otras 200.000 personas han seguido los conciertos en streaming—, y evaluar su sentido no por el número de paellas servidas, sino por su utilidad como foro de encuentro empresarial y tecnológico. Eso, sin duda, es renovar no sólo el sentido del festival, sino darle la vuelta a la noción turística desarrollada históricamente en España, donde todo se mide en ocupación hotelera.
De nuevo el Sónar da un paso al frente antes que nadie y se significa con nuevas ideas. Ello, eso sí, es más complejo de evaluar y sólo el tiempo medirá su impacto. De momento, sus directores, con el festival repartido por medio mundo, mostraban una enorme satisfacción. Y, tómese nota, el discurso empresarial e innovador se formula sin que aparezca jamás una palabra políticamente marcada: emprendedor.
Pero, ¿qué más ha dejado claro el Sónar recién clausurado? Por un lado, que el tecno como estilo sigue decreciendo en importancia, arrinconado por formulaciones menos estilizadas y quirúrgicas como, por ejemplo, la música de Skrillex, mucho más urgente, ruidosa, concentrada, instantánea y expansiva. Contando con la emergente estrella norteamericana, el Sónar se garantiza además un creciente número de espectadores de aquel país, una de las pocas fronteras en cuanto a público que se le resistían.
También ha quedado patente que la música electrónica aún tantea para descubrir un formato de directo que huya de los patrones roqueros, en los que la figura del músico es esencial. Ha habido varias pruebas —Koreless, Double Vision, Joanie Lemerciar & James Ginzburg— en una muestra de por sí permeable al tema, tomado como uno de sus guiones artísticos. Pero la más destacada, por radical, conceptualmente impecable y a la vez clásica, fue la de Autechre, quienes actuaron en una sala, para más señas descomunal, completamente a oscuras.
Negar la barrera entre escenario y pista y artista y público omitiendo visualmente a todos los protagonistas retrotrae a los inicios anónimos de las figuras de la electrónica, que al comienzo usaban varios nombres y ni aparecían en las portadas de sus discos —Kenny Larkin fue uno de los primeros en hacerlo en 1994—. El original montaje de Flying Lotus, que con sus luces en la cabeza recordó a los Orbital del Sónar 1995, fue otro de los más destacados en cuanto a buscar puestas en escena que no copien las superproducciones de luz y sonido del rock, del rhythm and blues y del hip-hop estadounidense.
En términos estilísticos, o más allá de ellos, se puede decir que el corazón musical del Sónar ha vuelto a palpitar gracias a músicas desasosegantes que acompañan al público en su inmersión en la tecnología digital. Sí, es cierto: triunfan lirismos un poco huecos como el de Owen Pallett, o Kiasmos, pero los nuevos sonidos de Arca, Hudson Mohawke, Vessel o el hip-hop de Kate Tempest, el rhythm and blues quebrado de FKA twigs, sin olvidar al cruce entre rave y verdiales de El Niño de Elche —¡flamenco en el Sónar!—, hablan de incomodidad, exploración de territorios que pueden ser nuevos y de escasa concesión a los productos con manual de instrucciones, exceptuando los nombres comerciales que precisa cualquier festival para salir en un telediario.
Sí hay fiesta y gamberrismo —véase Die Antwoord— y precisamente esa dualidad hace del festival un acontecimiento especial. Todo ello sin que sea preciso reclamar el concepto de música avanzada, algo que a estas alturas nadie sabe si realmente existe.
¿Cuál es el principal problema con el que se encuentra ahora el Sónar? Pues paradójicamente el éxito de todas sus mutaciones. La dirección del festival ha demostrado que puede con todo, que no ha de justificarse si programa a Duran Duran, que dejar el entorno museístico del CCCB por la Fira ha sido un acierto y que los extranjeros ya se hacen fotos ante los carteles del festival como si fuesen la Sagrada Familia.
Ante este panorama, una dirección que lo consigue todo puede perder el mundo de vista. Sólo eso, y es una hipótesis muy aventurada, pondría en peligro un modelo de festival único, exportable y en constante mutación. Como los tiempos que corren.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.