Afinidades
Patricia Kopatchinskaja es una intérprete con cosas que decir
Vladimir Ashkenazy pasará, sin duda, a la historia como uno de los más grandes pianistas de nuestro tiempo: lleva más de medio siglo impartiendo lecciones magistrales en un repertorio que va de Bach a Shostakóvich. Menos huella dejará, en cambio, como director, aunque un músico de su talla irradia siempre destellos de gran clase haga lo que haga. Al frente de la Philharmonia, una orquesta a la que le une una larga y estrecha relación, acaba de volver a ratificar sus carencias, compensadas en parte por la extraordinaria calidad de la formación londinense, y a dejar constancia de sus virtudes.
Estas últimas brillan especialmente en la música por la que Ashkenazy siente mayor afinidad, y el finlandés Jean Sibelius ha ocupado siempre un lugar de privilegio en su panteón personal. Sus versiones de Finlandia y, más aún, de la Quinta Sinfonía, han exhibido el ocre sonido inconfundible de que debe revestirse esta música, por más que el nivel de tensión no fuera siempre el necesario (quizá, también, por falta de ensayos). Al día siguiente, a su obertura de La bella Melusina de Mendelssohn le sobraron cuerpo y contundencia, cualidades de las que se benefició, sin embargo, su muy rusa versión de la Quinta Sinfonía de Chaikovski, que sacó de él lo mejor de su alma eslava, especialmente en un modélico movimiento lento (sensacional el solo de trompa de Katy Woolley) y un intenso y avasallador final, con lucimiento de toda la orquesta, en especial de los metales, muy potenciados por Ashkenazy.
ORQUESTA PHILHARMONIA
Obras de Sibelius, Mendelssohn y Chaikovski. Akiko Suwanai y Patricia Kopatchinskaja (violín).
Dir.: Vladimir Ashkenazy. Ibermúsica. Auditorio Nacional,
18 y 19 de mayo.
Lo acompañaron dos violinistas de la última generación. Akiko Suwanai no posee los mimbres ideales para enfrentarse al Concierto de Sibelius, una partitura que demanda un solista casi omnímodo y con recursos técnicos y dinámicos inagotables. La japonesa sorteó la papeleta como pudo en el primer movimiento, pero le faltaron intensidad y fiereza en los dos siguientes, incluidas las temibles escalas en terceras del Allegro molto final. Patricia Kopatchinskaja sale a tocar descalza: un primer gesto que denota que con ella nada es como acostumbra a ser. Tocó una obra —el Concierto de Mendelssohn— que parecía idónea para las maneras elegantes y el sonido íntimo de Suwanai, y más de uno debió de pensar por qué no se habían invertido los papeles. La violinista moldava toca con partitura —otra rareza— para, a renglón seguido, utilizarla a modo de borrador para obrar casi a su antojo. Se toma infinitas libertades —de tempo, de dinámica, de acentuación, de fraseo— y, dado que Ashkenazy, con sus gestos toscos y confusos, tampoco es el más seguro de los acompañantes, el tren estuvo a punto de descarrilar en más de una ocasión. Pero Kopatchinskaja no es simplemente caprichosa: es una intérprete con cosas que decir y, en un mundo tan tendente a la huera perfección y la aséptica ortodoxia como el de la música clásica, ella trae aromas de otros tiempos, de ese siglo XIX en el que los solistas no eran autómatas, sino creadores. Suwanai tocó como propina el consabido Bach (el Andante de la Sonata BWV 1003), mientras que Kopatchinskaja se descolgó con una pieza para dos violines de Adrián Varela, un violinista de la Philharmonia, tocada junto con su concertino, el húngaro Zsolt-Tihamér Visontay. Un gesto así también lo dice todo sobre su heterodoxia: hay que seguirle los pasos en otros repertorios más afines a su idiosincrasia.
Fuera de programa, en el primer concierto oímos el Vals triste de Sibelius, donde la soberbia cuerda de la Philharmonia mostró todos sus poderes, y el segundo se cerró con Rêverie op. 24, una pieza de un compositor idolatrado por Ashkenazy, su compatriota Aleksandr Scriabin, de quien se conmemora este año el centenario de su muerte. Fue un sentido homenaje personal en el que el bravo director, más que nunca, se situó a la altura del inmenso pianista.
Babelia
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