Adiós a B. B. King, el evangelista del ‘blues’
El músico de Misisipí encarnó el género durante la segunda mitad del siglo XX
B. B. King, de 89 años, falleció el jueves 14 de mayo en su casa de Las Vegas. El músico, nacido el 16 de septiembre de 1925 en los alrededores de Itta Bena (Misisipí), donde fue inscrito como Riley Ben King, había sido tratado recientemente por su diabetes y su hipertensión. Inevitablemente, sus días finales se vieron enturbiados por conflictos por el control de su fortuna, que enfrentaron a los supervivientes de sus 15 hijos reconocidos y sus numerosos nietos.
Reconocía que no fue un padre ejemplar: estaba constantemente fuera de casa, dando entre 200 y 300 conciertos al año. ¿Su gran hazaña personal? Mantenerse en la cumbre, a lo largo de más de medio siglo. Entre 1949 y 2008, B. B. King fue visitante habitual de los estudios de grabación. Dentro de la música afroamericana, tan ansiosa de novedades, su longevidad profesional resultaba milagrosa. Hombre inteligente, supo rentabilizar su descubrimiento por parte del público blanco e internacional.
Aunque Riley B. King trabajó en los campos sureños, su música tenía vocación urbana y encarnaba la voluntad de ascensión social de los afroamericanos tras el boom de la Segunda Guerra Mundial. En los años cincuenta, definió su estilo con éxitos como Three o’clock blues, Rock me baby o Everyday I have the blues, You upset me baby: una guitarra expresiva engarzada en una sección de metales que tocaba riffs sencillos, sobre ritmos swingueantes, todo potenciado por una voz cálida y convincente, con ecos de la iglesia. Un arreglador californiano, Maxwell Davis, permitió que todo aquello sonara tan suntuoso como apasionado.
Su cancionero trataba esencialmente de los conflictos hombre-mujer y hablaba del sexo con elegancia (“me encanta la forma en que ella abre sus alas”, explicaba en Sweet little angel). A diferencia de tantos artistas negros que se beneficiaron de la eclosión del rock & roll, B. B. King se quedó en los guetos. Eso incluía lugares como el antro de Arkansas donde dos hombres, peleando por los favores de una tal Lucille, derribaron uno de los bidones donde ardía gasolina, un método habitual para calentar el espacio. Entre las llamas, King logró rescatar su guitarra; su instrumento de trabajo cambiaría pero siempre se denominaría Lucille, como recordatorio de los peligros de las giras... y de ciertas mujeres.
Pero B. B. King también triunfaba en las ciudades. En 1964, se grabaron sus conciertos –hacía varios pases diarios- en un teatro de Chicago. El elepé resultante, Live at the Regal, resultaría clave para la segunda fase de su carrera. Alevines como Eric Clapton se quedaron boquiabiertos ante su conexión emocional con los asistentes y sus solos esculturales. A la guitarra, tenía un timbre personal, su fraseo sonaba natural, sabía contenerse y evitar el exhibicionismo de muchas-notas-y-muy-exageradas.
Los admiradores blancos proclamaban regularmente su adoración y facilitaron que, a partir de 1967, B. B. King entrara en el circuito del rock, sin cambiar esencialmente su música. Había sufrido indignidades tales como que le abucheara una multitud que acudía a ver al guapo Sam Cooke y que consideraba el blues como rémora de “los viejos y malos tiempos”. Así que le encantó que los hippies le escucharan en silencio en recintos como el Fillmore. También engatusó a las multitudes ansiosas que esperaban la reaparición estadounidense de los Rolling Stones en 1969.
La evolución de la música negra le había dejado atrás, aunque intentó adaptarse al fenómeno del soul con elepés como Guess who; incluso dejó que los Crusaders le pusieran ropaje funky en Midnight believer. Su último gran éxito fue el melancólico The thrill is gone (1970), reflexión sobre el desgaste de la vida en pareja. En realidad, desarrolló una doble actividad laboral: lo esencial era mantener el interés de los espectadores internacionales pero sin perder de vista sus oyentes de toda la vida. Podía venir de triunfar en grandes festivales europeos pero no se le caían los anillos por ir a tocar en cualquier modesto club ante matrimonios negros de cierta edad, endomingados para disfrutar de sus electrizantes homilías.
Era gente que conocía lo que había detrás de la estrella: se había culturizado leyendo en los interminables tiempos muertos de las giras; también era un voraz consumidor de discos, con gustos muy ecléctico. Usó su fama para convertirse en publicista del blues, tanto en universidades como en la Casa Blanca. Pero los fieles también sabían que B. B. King se dejaba llevar por un cuerpo bonito y que sus finanzas rondaban los números rojos: problemas con el fisco, demasiada prole a su cargo, la atracción por el juego.
Para esos seguidores, grababa discos digamos que en familia, con amigos como el monumental vocalista Bobby Blue Bland. Su management, sin embargo, potenciaba su perfil mediático, en búsqueda de los cachés altos. En 1988, atrajo a nuevos oyentes al grabar “When love comes to town” con U2. Rentabilizó su prestigio al abrir una cadena de locales, los B. B. King Blues Clubs. De trato afable, también cultivó la amistad con músicos en diferentes países: Raimundo Amador, el argentino Pappo, el italiano Zucchero y, siempre, el discípulo Eric Clapton.
En la segunda mitad de su trayectoria, B. B. King alternó entre discos de capricho y ocurrencias de los zares de la mercadotecnia. Hubo patinazos, como su visita a Nashville (Love me tender, 1982) o el engañoso King of the blues (1989) pero también brilló en el sentido homenaje a Louis Jordan (Let the good times roll, 1999) o en su inmersión en el primer blues (One kind favor, 2008).
Era tan modesto respecto a sus habilidades –y tan buena persona- que hasta trabajó disciplinadamente con, hay que decirlo, mercenarios que no le llegaban a la suela de los zapatos. Con todo, nos deja una discografía enorme que, sumada a biografías y películas, le convierten en el bluesman más documentado de la historia. Y, sin duda, el más querido.
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