ETA y sus ovejas asesinas
Évole, con su entrevista al exetarra Iñaki Rekarte, dio otra lección de sano periodismo contemporáneo


En el silencio del bosque, las gotas de agua caían como proyectiles sobre el musgo. En la senda cercana, discurriendo por el camino de la confesión, Jordi Évole succionaba el alma del antiguo etarra, hoy arrepentido, Iñaki Rekarte. Sin prisas, con paradas en el vacío del tiempo, el antaño asesino reclutado con 18 años, responsable del comando Santander y autor del atentado donde murieron allí tres ciudadanos, confesaba los crímenes del monstruo extraño que un día lo habitó. Lo miraba ya lejano y asombrado, con desprecio, cierto asco y un punto de incomprensión. Como si se tratara del otro.
Évole, en su despedida de temporada, dio otra lección de sano periodismo contemporáneo. Con su flequillo envuelto en esa precisa naturalidad, las preguntas –nunca inocentes, en su caso- se centraban en explicitar la narración del antiguo etarra para ahondar, sobre todo, en las reflexiones. Consiguió momentos escalofriantes. Esos que dejan inerme, desnudo, perdido en el desagüe de sus propias contradicciones a quien responde.
“¿Me sabrías dar el nombre de los que mataste?...”. Él, aún, no recordaba. “Yo te los voy a decir…”. Aprendimos a través de Rekarte lo fácil que es reclutar la incertidumbre cuando vives en la inmadurez, qué sencillo resulta inventar enemigos, esculpir el desprecio a lo diferente. Nos enteramos de que ETA no era ajena a ese desconcertante vicio español: la chapuza. Que el tenso silencio de los presos esconde un corte de mangas a los líderes de la organización, al cuento de una Euskal Herria envuelta en mitos. No nos tuvo que convencer de la evidencia acerca de las torturas. Entendimos que el fanatismo patriótico, cuando este te deshumaniza hasta el punto de equiparar los muertos a la frialdad de un objetivo, te coloca a un paso del nihilismo.
Supimos lo que eran las ovejas, esa palabra que Rekarte no dejaba de pronunciar como la metáfora de su terquedad. Nos habló de la gasolina del odio, del enemigo ficticio que te creas, de que a la hora de jugarse a cara o cruz quién dispara el gatillo, el premio es que te toque hacerlo, no que quedes libre de ello. No dejaba de aludir a asuntos en que los espectadores comprobábamos, revueltos, incómodos, las heridas abiertas. Una obra maestra fue lo que nos presentaron los responsables de Salvados este último domingo. Un testimonio asombroso de crudeza y redención.
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