Picasso en casa
¿No deberían estar los cuadros en el lugar donde se hallen más cómodos, donde dialoguen mejor con otros?
Está claro viéndole en las salas centrales del Museo del Prado junto a los grandes pintores de la tradición clásica: Picasso es un gran maestro también y es allí, y sólo allí, donde encuentra su lugar cómodo. Incluso se diría que es el diálogo con la historia el que devuelve a Picasso a la dimensión real que le corresponde, porque el pintor malagueño no inicia un nuevo relato, como suele hacernos creer la historiografía más obsoleta, sino que es el continuador de cierto relato de la “gran pintura” que se pone de manifiesto incluso en sus bodegones cubistas, de objetos corrientes, que retoman la tradición española del barroco más luminoso, en el cual los repollos y los jarros de cocina contrastan con las naranjas y los recipientes tallados de los flamencos.
Aunque el malentendido respecto a Picasso es imbatible a partir de Las señoritas de Avignon, pintadas en 1907, fabulosas y enigmáticas, que para esa historiografía algo anticuada se entendían como el inicio del cubismo —o lo que es igual, el final del espacio como se conocía en la tradición italiana desde el Renacimiento—. Y es aquí donde surge el primer malentendido, dado que se tiende a olvidar cómo el cuadro fue semiclandestino hasta que pasó a engrosar las colecciones del modisto Doucet de la mano de Breton a principios de los veinte. La infrahistoria cuenta incluso que, pensado el cuadro para el boudoir de la esposa, Doucet pidió una rebaja por lo “feo” que era. ¿Cómo inscribir el inicio de la modernidad —como fin del espacio clásico sobre todo— en una obra que estuvo mucho tiempo cara a la pared o enrollada porque, opinaba Braque, Picasso les “quería dar a beber queroseno después de haberles llenado la boca de estopa”?
Y, sin embargo, lo extraño de Las señoritas es cómo uno tras otro hemos caído en la mera apariencia de supuestas rupturas espaciales, a pesar de que se trata de un cuadro clásico, desvelado en algunos de sus rostros y en toda una tradición que conduce hasta Ingres y sus representaciones de harenes. Invita a esta reflexión uno de los 10 cuadros del Kunstmuseum de Basilea, afortunado propietario de los 10 picassos en el Prado y la fabulosa colección que puede verse en el Reina Sofía, una colección que a mí al menos me despierta una envidia infinita: ¿imaginan lo que sería tener una recopilación de arte del siglo XX de esta envergadura en nuestras colecciones públicas? El cuadro en cuestión es Hombre, mujer y niño, del otoño de 1906, y una de cuyas cabezas, la de la mujer, tiene más que un aire de familia con Las señoritas. Allí, en medio de esa galería central del edificio Villanueva, el diálogo que se establece con la tradición es tan prodigioso que la pregunta surge indiscreta: ¿se abre con Picasso la gran línea de la modernidad o se cierra la del clasicismo? ¿No es el Guernica, por ejemplo, un constante diálogo con Goya o Manet?
Tal vez no haya una sola respuesta, sino respuestas contradictorias —o más bien complementarias—. Por eso es tan absurda la división de nuestras colecciones públicas a partir de la fecha de nacimiento de Picasso. Ese hecho intrascendente hace que unos cuadros vayan a un museo u otro. Pero ¿no deberían estar los cuadros en el lugar donde se hallen más cómodos, donde dialoguen mejor con otros cuadros, sin tener en cuenta datos absurdos como la “propiedad” o las fechas de nacimiento de un pintor, máxime cuando se trata siempre de colecciones públicas? Menos mal que esas ideas mezquinas se han obviado esta vez y Picasso ha podido volver a casa, a ese Prado del cual fue director en 1936 y al cual deseó regresar, cuando la dictadura terminara, como otro más de los grandes maestros.
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