Cozarinsky y el derecho a la venganza
'En ausencia de guerra', una de las mejores novelas del escritor argentino, se adentra en la larga tragedia de la dictadura de su país entrelazando dos historias cargadas de odio
Hay novelistas con cierta tendencia al énfasis que tratan de convencer al lector con afirmaciones rotundas, atemorizarlo con respuestas contundentes, consolarlo con sabias explicaciones. Edgardo Cozarinsky rechaza estos métodos fáciles, y a la certitud de esos dogmáticos y ficticios historiadores. Prefiere la duda. Las ficciones de Cozarinsky son siempre inciertas, apenas se atreven a sugerir nuevas posibilidades a la luz de veredictos aceptados, y si bien sus personajes dialogan entre sí, raramente se ponen de acuerdo. Cozarinsky escribe siguiendo el consejo de Oscar Wilde: “Hay que ser siempre algo improbable”.
La larga tragedia de la dictadura militar argentina, seguida de “la delincuencia política, la mentira institucionalizada, las ficciones populistas” (es uno de los personajes de Cozarinsky que lo dice), fue declarada juzgada y archivada en las últimas décadas, y sellada con el generoso olvido de quienes no querían demorarse en los detalles. Numerosos escritores intentaron contar las historias encubiertas por medio de invenciones ingeniosas y atroces, y así sacar a la luz las íntimas tragedias de un periodo famosamente sangriento.
Cozarinsky (como era de esperarse, conociendo su obra) no sigue las maniobras inquisitorias de la pesquisa histórica ni los fáciles laberintos de la teoría psicológica. Su propuesta es a la vez más simple y más compleja: contar un episodio de la nefasta época, con sus consabidas traiciones e infamias, pero no indagar con métodos de detective en las causas y consecuencias. Su estrategia es volver el foco hacia nosotros, hacia los espectadores o lectores, y observar cómo los hechos trágicos que cuenta nos afectan. Es como si, en la mitad del drama de Edipo, nos encontramos convertidos en el coro, atrapados por los eventos.
El episodio elegido por Cozarinsky nace, como en las mejores novelas de aventuras, con el descubrimiento de una carta en un libro olvidado, en la cual la voz de una anciana amiga ya fallecida lanza al protagonista en una búsqueda que promete ser tenebrosa. Así descubre que los hijos de la amiga, supuestas víctimas de la dictadura militar, tal vez no hayan sido lo que se piensa que fueron. A esta primera trama se superpone la de aquella famosa película de Hitchcock, Extraños en un tren, basada en la novela de Patricia Highsmith. Ambas historias, por supuesto, se entrelazan.
En la película, dos desconocidos intercambian crímenes: cada uno matará a una víctima elegida por el otro y por lo tanto no habrá después motivo de que sospechen de ellos. En la novela de Cozarinsky, una mujer argelina propone al narrador matar, él y ella, a un personaje que el otro odia o debiera odiar: ella matará al responsable del atroz destino de los hijos de la amiga, él a un hombre que denunció al padre de ella durante la guerra de Argelia. “¿Tienes capacidad de odio?”, le pregunta la mujer para tentarlo con la propuesta. “No hablo de resentimiento por alguna ofensa impaga… Hablo de un sentimiento muy fuerte, que solo se puede apagar matando al objeto del odio”.
El tema, como se ve, es de Henry James: una pasión alimentada por el deseo de acabar con el objeto de esa pasión. Los papeles de Aspern que serán quemados antes de que sus dueñas acepten entregarlos a un desconocido, la ambición aristocrática de una seductora americana condenada a languidecer en una ciudad del Midwest al final de La copa de oro, la larga espera, en Retrato de una dama, que nutre un amor que esa misma espera terminará extinguiendo, son precursores de esta nueva ficción de Cozarinsky en que el tema (el lector descubre en las últimas páginas) no es la infamia ni el odio que ésta puede provocar, si no, misteriosamente, el derecho al sacrificio, a la violencia. En ausencia de guerra, ¿es admisible un acto de venganza?
Como en toda la obra de Cozarinsky, además de la inteligente seriedad del tema central, hay un deleite en el detalle absurdo, en el chisme, en el artificio social que encantaba a Bioy Casares, con quien Cozarinsky comparte un tono lacónico y acerbo. Un ejemplo: un abogado marroquí cuenta al narrador que en 1956, durante una ola de miedo, muchos comerciantes judíos decidieron mudarse de Marruecos a Caracas, los banqueros judíos a Ginebra y los médicos y arquitectos a Montreal. “¿Y a Israel?”, pregunta su interlocutor ingenuamente. “¿A Israel? La mano de obra no calificada”.
El lector familiarizado con las ficciones anteriores de Cozarinsky sabe que no debe nunca fiarse de la narración aparente, que bajo la apariencia de hechos razonables se deslizan los equívocos de la historia y las interpretaciones equivocadas de los diversos personajes. Cuando el narrador nos dice en el primer párrafo: “Desde hace algún tiempo, cuando duermo en un avión, me visitan los muertos”, debemos sentirnos precavidos, aunque nos aclare inmediatamente después que “mis muertos no lo están necesariamente para el estado civil. Están muertos para mi afecto, para el diálogo”. Estos muertos (más allá del afecto y del diálogo) animan esta novela, una de las mejores que Cozarinsky ha escrito.
En ausencia de guerra. Edgardo Cozarinsky. Tusquets. Barcelona, 2015. 206 páginas. 17 euros.
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