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PURO TEATRO

Enrique pierde la cabeza (y Ana también)

Ignacio García dirige en el Pavón un Calderón muy poco representado, en un montaje espléndido de ritmo y belleza y un notable reparto

Marcos Ordóñez
Sergio Peris-Mencheta, en un momento de la representación.
Sergio Peris-Mencheta, en un momento de la representación.

He visto en el Pavón de Madrid Enrique VIII y la cisma de Inglaterra, un Calderón que desconocía, y he releído el Enrique VIII de Shakespeare (y Fletcher). La primera es una pieza de juventud, y la segunda, una obra de madurez, casi de despedida, pero tienen no pocos puntos en común, más allá del obvio tema central. En ambas los malos son el cardenal Volsey (Calderón le llama Volseo, porque el nombre original tiene mala rima en castellano), arribista y manipulador, y, por supuesto, Ana Bolena, sensual y trepadora. Tanto Shakespeare como Calderón trucan la historia según su conveniencia, por “exigencias del guion” o por servidumbres políticas. El Enrique VIII británico acaba con el nacimiento de Isabel I, hija de Ana Bolena y protectora de Shakespeare y su compañía, aclamada como “futura reina” pese a que tenía tres años cuando su madre fue ejecutada y no alcanzó el trono hasta la muerte de su hermana, María Tudor. Calderón tiene más morro y barre para casa: en La cisma, Enrique se arrepiente de sus pecados, recoloca a María en la línea sucesoria e incluso le enjareta su futura boda ibérica (“Y casarete en España / con el segundo Felipe”). Un buen plan, aunque al monarca le quedan todavía dos bodas, y María no va a ser proclamada reina hasta 1553, seis años después de la muerte de su padre. En Hollywood no lo hubieran hecho mejor. Paradójicamente, Catalina de Aragón es el centro de la obra de Shakespeare y su verdadera protagonista, mientras que, a mi juicio (y contra todo pronóstico), el dibujo de Enrique VIII tiene mucho mayor interés y hondura en manos de Calderón.

José Gabriel López Antuñano ha realizado una muy buena versión, podando y afinando un texto que en la primera parte resultaba demasiado expositivo, en contraste con una segunda en la que las acciones se aceleran en exceso y requerirían quizá más desarrollo. El montaje de Ignacio García me parece espléndido de ritmo y belleza, con el verso muy bien dicho, volviendo claros, a mi oído, los pasajes más abstrusos. Es formidable la escenografía de Sanz y Coso, con esos plafones móviles, de madera estampada, que permiten rápidos cambios de escena, y toques elegantes como el espejo que desciende o el precioso vitral del salón del trono; y superlativo el vestuario de Pedro Moreno, con su cuidada gama de colores: las capas y pieles de Enrique, el celeste y oro de Catalina, el vestido rojo de Bolena, el hábito violáceo de Volseo. La música barroca, británica y castellana, seleccionada por el propio director, interpretada por Anna Margules y Trudy Grimbergen (flauta de pico) y Calia Álvarez (viola de gamba), crea el clima preciso de pieza de cámara.

Sergio Peris-Mencheta ofrece un Enrique rebosante de fuerza y sutileza, como si no hubiera hecho otra cosa que teatro ­áureo. Calderón se aleja de la crónica furiosamente contrarreformista de Rivadeneyra, para quien Enrique VIII era un bicho puro y duro, y le contempla como un hombre recto, atormentado por la pesadilla profética de la primera escena, y luego loco de deseo por Ana Bolena. Lo más interesante de ese retrato es la autoconsciencia de su pugna entre pasión y razón, y de que el cisma es un apaño para la boda: “Bien sé que me ha engañado Volseo / y he quedado / de su falso argumento satisfecho / y es que el fuego infernal que está en mi pecho / hace que, ciega mi turbada idea, / niegue verdades y mentiras crea”. La Catalina de La cisma es más doliente que la de Shakespeare. Pepa Pedroche la sirve pletórica de voz, naturalidad y sentimiento, conmovedora en el repudio y las escenas del destierro: es el mejor trabajo que le he visto. Tienen breves papeles, lástima, sus damas de compañía: el aya Margarita Polo (la veteranísima María José Alfonso: es un placer volver a verla en escena), que la acompaña hasta el final, y Juana Semeyra (Anabel Maurín), que tan solo tiene una canción en la escena de la gallarda. La actriz que interpreta a Ana Bolena (tanto en Shakespeare como en Calderón) ha de pechar con su perfil esquemático y depredador: Mamen Camacho sale airosa del reto inyectándole una rotunda vitalidad.

Hay varias sorpresas en la obra, y una de ellas es el personaje de Carlos, el joven embajador de Francia y enamorado de Ana. En otras manos sería un secundario, mero transmisor de información y detonante final de los celos de Enrique, pero Calderón le regala un insólito pasaje de plenitud amorosa, a caballo de octavas reales (“Lleno de honor / y de prudencia lleno”), para mi gusto la cima poética de la función: Sergio Otegui borda esa escalada. Segunda sorpresa: Pasquín, el bufón loco, que va más allá del tradicional gracioso para convertirse en conciencia crítica del rey. Emilio Gavira lo interpreta sin dejarse ni un relieve, pues es bufón, loco, gracioso y crítico. Chema de Miguel es Tomás Boleno, que acepta, por honor, la ejecución de su hija: esa es su escena. Joaquín Notario me pareció un Volseo excesivo. El cardenal es un arribista absoluto (“Me pienso altivo sentar / en la silla de San Pedro”) que cae por ambición y orgullo, pero este notable actor a ratos lo interpreta como si fuera el visir Iznogud de Goscinny/Tabary. Felizmente recupera el paso en el tramo final, cuando le vemos perdido en los caminos como un personaje de El rey Lear.

A destacar, por último, la composición de las tres escenas “corales”: el baile en el que Enrique pierde definitivamente el norte por Ana, la caída en desgracia de Catalina y la “coronación inconclusa” (acotación calderoniana) de la infanta María (Natalia Huarte). El Pavón está lleno cada noche, con grandes y merecidos aplausos al espectáculo.

También he visto Una giornata particolare (¿por qué el título en italiano?), de Ettore Scola, que estrenó Flotats hace la friolera de 30 años y dirige ahora Oriol Broggi en la cripta de la Biblioteca de Cataluña, su sede habitual. Le faltan retoques de ritmo y música, pero hay que correr a aplaudir a los estupendos Clara Segura y Pablo Derqui, que en el último tercio de la función cortan el aliento, bien secundados por Màrcia Cisteró.

Reserven ya, que esto huele a éxito. Se lo cuento la semana próxima. •

Enrique VIII y la cisma de Inglaterra. De Calderón de la Barca. Dirección: Ignacio García. Adaptación: José Gabriel López Antuñano. Intérpretes: Sergio Peris-Mencheta, Pepa Pedroche, María José Alfonso, Anabel Maurín, Mamen Camacho y Joaquín Notario, entre otros. Teatro Pavón. Embajadores, 9. Madrid. Hasta el 26 de abril.

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