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En recuerdo de un libro excepcional

Las crónicas de la vida cotidiana que narra Jorge Ibargüengoitia en 'Revolución en el jardín' conforman una de las obras más divertidas e inteligentes

Jorge Ibarguengoitia visto por Agustin Sciammarella.
Jorge Ibarguengoitia visto por Agustin Sciammarella.

Por más que editores y lectores compitan en su desprecio por las narraciones cortas, Revolución en el jardín es un libro excelente. Con el agravante, para quienes tanto esperan de las historias largas y maldicen de las cortas, de que ni siquiera son cuentos sino crónicas de la vida cotidiana, encima contadas desde la perspectiva de un hombre sedentario y de provincias y, para acabarlo de arreglar, escritas hace medio siglo o más. Y sin embargo, insisto, esta cincuentena de escritos, unos ya publicados en otras antologías y en vida del autor y otros rescatados después de su muerte, es uno de los textos de calidad más amenos, divertidos y, sobre todo, inteligentes que se pueden encontrar hoy en las librerías.

Lo que aquí, por pura convención llamamos crónicas, es una variopinta sucesión de textos imposibles de catalogar porque casi siempre trascienden el planteamiento inicial (ensayo, narración, crítica de la vida cotidiana o lo que sea), y como un ave cuando gana altura, acaban cerniéndose sobre una realidad que ya no se reconoce a sí misma porque le han subvertido los valores y cambiado las señas de identidad, todo ello sin levantar la voz ni faltar a nadie. Al revés. El autor adopta la actitud del entusiasta dispuesto a ver el lado bueno de cualquier circunstancia pese a que, poco a poco, las cosas no acaban de responder a las expectativas depositadas en ellas. Y el mejor ejemplo de lo que digo es el relato que da título al libro, Revolución en el jardín.

A principios de los años sesenta, y después de un prolongado intento de hacerse un nombre como dramaturgo, Jorge Ibargüengoitia decidió probar suerte con la ficción. Y para ganarse la vida a la espera de la gran novela, accedió a colaborar con el Excelsior redactando unas crónicas semanales de las que se sentía muy satisfecho porque, decía, le permitían sobrevivir con una semana laboral reducida a un día de trabajo. Los otros seis los dedicaba a una novela que acabó llamándose Relámpagos de agosto en la que glosaba las peregrinas andanzas de un falso general de la revolución mexicana y que le valió ser galardonado con el Premio Casa de las Américas correspondiente al año 1964.

Revolución en el jardín es el relato de un hombre profundamente agradecido por haber recibido un premio de tanto prestigio y que vuela a La Habana para recogerlo. Como toda persona deseosa de que la justicia triunfe en el mundo, y convencido además de que la revolución castrista era una ventana que se abría a la esperanza, el premiado aterriza en Cuba convencido de estar entrando en una nueva etapa de la historia. El lector podrá comprobar que pocas veces ha leído una crítica más demoledora de la revolución cubana, ni una descripción tan exacta y premonitoria de la catástrofe que ya se cernía sobre esa isla. Y todo, como digo, sin levantar la voz ni faltar a nadie. Sólo a base de recopilar los pequeños detalles que la gran historia pone al alcance de un ciudadano que, casi como quien no quiere la cosa, a base de juntar detalles y retazos acaba dibujando un mural que dejaba sin habla a los Diego Rivera, Rufino Tamayo y compañía.

El autor falleció en el accidente de aviación de la compañía Avianca en Madrid el 27 de noviembre de 1983

Ignoro si Carlos Saura leyó en su día el relato que hace Ibargüengoitia del día que fue al cine a ver la entonces tan alabada Elisa, vida mía, pero no cuesta nada imaginar cómo se le iría demudando la color a medida que el espectador entusiasta, y en principio entregado, va registrando una incongruencia aquí, una cursilada allá, un personaje que prometía mucho y luego no cumple. Demoledor. Pero lo mismo pasa si le da por contar una reunión de familia, la relación con unos vecinos, lo que pasa si la sirvienta se va de vacaciones o si a las autoridades provinciales les da por erigir un monumento al gran hombre. Ibargüengoitia tenía un don especial para, primero, percibir la comicidad inmersa en las situaciones más serias y solemnes, y, después, para subvertir la realidad desde un humor por lo general sosegado, pero en ocasiones con gran riesgo. Y aunque no sea un texto fácil de encontrar, quien sienta curiosidad por ver en qué consiste el riesgo al que me refiero le recomiendo que busque su novela Las muertas (RBA), repleta de humor pese a que el tema, el asesinato de mujeres (nada menos que ochenta) a manos de unas proxenetas en principio no parece propicio a muchas bromas.

Jorge Ibargüengoitia murió el 27 de noviembre de 1983 junto con otras 181 personas que viajaban con él en el 747 de Avianca que se estrelló en Mejorada del Campo cuando se disponía a aterrizar en Madrid. Yo no sabía que él iba a bordo de ese avión, pero leyendo en días posteriores crónicas de aquel accidente se dieron dos circunstancias que él, caso de haber tenido oportunidad de conocerlas (por ejemplo, con sólo haber perdido en París aquel fatídico vuelo) hubiera sabido apreciar. Una de ellas era el relato de un pasajero que estaba recogiendo sus cosas para bajar a estirar las piernas en Barajas antes de saltar el Atlántico y que sin transición se encontraba caminando aturdido en medio de un espantoso escenario de cuerpos y equipajes destrozados y pedazos ardiendo, pero que pronto veía entre las llamas una silueta familiar y, en efecto, era su mujer, a la que estaba abrazando cuando veían dos figurillas familiares y, en efecto, eran sus hijas. Todos estaban ilesos, sin un rasguño, los únicos supervivientes junto a otras siete personas más entre las 191 que viajaban con ellas.

La otra circunstancia, enérgicamente negada por Avianca y enérgicamente confirmada por quienes participaron en la investigación del accidente, era la grabación encontrada en la caja negra y correspondiente a las últimas palabras pronunciadas en la cabina de pilotaje. Tras escucharse reiteradas veces al dispositivo de seguridad avisar que el avión volaba demasiado bajo y que era necesario ganar altura, de pronto, y justo antes del silencio final, se escuchaba una voz diciendo: “¡Calla, gringa!”.

Qué le hubiera costado no ser por una vez tan educado y puntual y haberse dejado seducir por París hasta el extremo de perder el avión.

Revolución en el jardín. Jorge Ibargüengoitia. Reino de Redonda. Madrid, 2008. 400 páginas. 22 euros.

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