La luz de Federico
'La piedra oscura' es una joya: de texto, de puesta en escena, de interpretación. Grandes trabajos de Daniel Grao y Nacho Sánchez, a las órdenes de Pablo Messiez
Es hermosa y terrible la historia de Rafael Rodríguez Rapún, que conocí por Ian Gibson. Estudiante de Ingeniería de Minas, fascinado por el teatro, conoce a Lorca, se convierte en secretario de La Barraca y en su compañero. Pasión difícil, porque Rapún no se consideraba homosexual y luchó por alejarse de él, pero fue, cuenta el biógrafo, “su más hondo amor”. Hay varias versiones sobre su muerte en el frente del norte. Todas coinciden en lo esencial: que tuvo algo de suicidio. Al saber la noticia del asesinato del poeta, se alistó y siguió un curso de artillería, tras el que le ascendieron a teniente. En el penal del Dueso, Rivas Cherif escuchó que había saltado fuera de una trinchera diciendo que quería morir, y fue abatido por una ráfaga de ametralladora. Según las fuentes de Gibson, estaba al frente de una batería, no lejos de Reinosa, cuando se adelantó con dos soldados para ocupar una posición. “Les sorprendió un ataque aéreo, pero, a diferencia de sus compañeros, Rapún no se echó al suelo. Una bomba explotó a su lado y fue gravemente herido. Murió poco más tarde, en el hospital militar de Santander”. Gibson destaca la fecha: 18 de agosto de 1937. El mismo día de la muerte de Lorca, un año antes.
Me pareció un asunto para una novela o una película: en teatro le veía difícil plasmación. Se comprende que Alberto Conejero, autor de La piedra oscura, que ha dado la campanada en la sala de la Princesa del María Guerrero, haya optado por otro enfoque y, sobre todo, por otro final. En la obra, Rapún va a parar al hospital, en vísperas de ejecución, bajo la vigilancia de Sebastián, un campesino huérfano, soldado del bando sublevado; un muchacho hosco, que no quiere cruzar palabra con los prisioneros ni mirarlos a los ojos porque todos mueren al alba.
La piedra oscura es una joya: de texto, de puesta, de interpretación; uno de los mejores espectáculos de la temporada. Alberto Conejero se sumergió durante dos años en la historia de Rafael Rodríguez Rapún. Contactó con su familia, con Tomás, hermano de Rafael, y con su hija Margarita, que pusieron en sus manos recuerdos y documentos, e incluso localizó a los hijos de sus compañeros en el frente.
La dirección de Messiez es superlativa. Es su mejor trabajo, el más sutil e intenso, el más minucioso y transparente
La pieza es una destilación purísima, conmovedora de principio a fin. Solo le pongo dos pegas menores. A ratos, el lenguaje de Sebastián parece un poco elevado para un campesino. Y el título, que alude a lápidas y paredones, a la obra perdida de Lorca y a los Sonetos del amor oscuro (que, al parecer, dedicó a Rapún), tiene un eco excesivamente sombrío, cuando la función rezuma luz. La fuerza de la palabra es, para mí, el eje del relato. Palabra y luz. Lorca no aparece en escena, pero su aura impregna a su amante, deslumbrado y transmutado después de conocer al hombre y a su teatro, dos pasiones parejas. Esa memoria encendida y esa obra llameante son lo que Rapún quiere preservar a toda costa. Quiere dejar mensajes para su propia familia, pero sobre todo ruega a Sebastián que localice a Modesto Higueras o a Martínez Nadal para que los textos inéditos de Lorca no desaparezcan en el río revuelto de la guerra.
La huella de luz es transitiva: el poeta ilumina a su amante, y el prisionero a su guardián. No de un modo inmediato, claro está: La piedra oscura es la crónica de una oposición frontal que poco a poco se va resquebrajando hasta convertirse en comunión, en el pase de un legado. Cuando acaba esa larga noche, como bien señalaba Rocío García en estas páginas, el soldado dice al fin su nombre: “Me llamo Sebastián”. Ya no son dos enemigos sino dos hombres, cara a cara, unidos por el dolor, en un abrazo inolvidable.
La dirección de Pablo Messiez es superlativa. Tiene puestas soberbias en su haber (Muda, Los ojos) pero para mi gusto este es su mejor trabajo, el más sutil, el más intenso, el más minucioso, el más transparente. Ha podado un poco el texto (la voz de Lorca resonaba en un par de pasajes) en aras de una mayor condensación: basta con una carta para tenerle. Y está presentísimo, como decía, en las palabras de Rapún y en la interpretación de Daniel Grao, que ya me llamó la atención en un breve pero sustancioso personaje en Emilia, de Tolcachir. Grao muestra a un Rapún herido, que se sabe condenado, pero que va a luchar hasta el final para legar su recuerdo y salvaguardar el de Lorca. No olvido el momento supremo en el que narra su enamoramiento: aquel hombre vestido de blanco, el calor de aquel verano en Madrid. Un amor del que quiso huir y que ha cimentado su culpa, la obsesión de que le abandonó, de que pudo haberle salvado. Hay en Grao algo angélico, de criatura pasoliniana. Muestra la culpa pero entreverada de calma, una suerte de sosiego ante lo irremediable. Y tampoco olvido su estremecido anhelo final: “Nadie puede desaparecer del todo, ¿verdad?”.
Es sorprendente la fuerza y la madurez de Nacho Sánchez (Sebastián), joven licenciado por la Resad, en su primer trabajo profesional. Tiene una mirada honda, penetrante, que me hace pensar en un Luis Tosar adolescente, aunque con más dulzura y desvalimiento. Sánchez recorre un amplio arco: al principio ha de ocultar su angustia, su drama personal; mantener el tipo, la distancia, la poca autoridad. La escucha atentísima, la tensión creciente, el progresivo vínculo que se va tejiendo entre Rapún y Sebastián cortan el aliento. Es muy difícil dar toda esa gama de emociones en 65 minutos. Y que rebose verdad y emoción.
El éxito de La piedra oscura ha sido tan rotundo como merecido, con llenos diarios, hasta el punto de que va a reponerse a principios de temporada: del 18 de septiembre al 19 de octubre. No se lo pierdan.
También he visto, en el Lliure de Gracia, Somni Americà, un singular y ambicioso montaje: textos de Tennessee Williams, Miller, O’Neill, Steinbeck, Saroyan y Erskine Caldwell, entre otros, engarzados y dirigidos por Oriol Tarrasón en una única historia. Un grupo de perdedores al calor de un bar, de un pequeño refugio en la noche. Voces de la Depresión y de los años cuarenta en Estados Unidos, pero que parecen de aquí y ahora. Y, ahí es nada, 11 actores en escena: una fusión de la joven compañía del Lliure y de Les Antonietes, la banda de Tarrasón. Hermosa gente, como diría papá Saroyan. El próximo sábado se lo cuento.
La piedra oscura, de Alberto Conejero. Dirección: Pablo Messiez. Intérpretes: Daniel Grao y Nacho Sánchez. Teatro María Guerrero, Madrid. Hasta el 22 de febrero. Se repone en la misma sala del 18 de septiembre al 19 de octubre.
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