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SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Quieres ser mi Valentina?

San Valentín es otra de esas fiestas reinventadas globalmente para animar el consumo en temporada baja. La novela encontrada de Harper Lee es el negocio literario del año

Manuel Rodríguez Rivero
San Valentín es hoy un pretexto para vender.
San Valentín es hoy un pretexto para vender.Getty

Nuestro Zeitgeist político tiene más de un punto en común —al menos en lo que se refiere a la reacomodación del pensamiento de izquierda a las nuevas realidades sociales— con el que en los años sesenta fue bautizado con el marbete de “nueva izquierda” (New Left). Las circunstancias económicas son, sin embargo, distintas a las de aquella “década prodigiosa” en que se consolidó en los países desarrollados el acceso masivo de las clases medias y populares a bienes que hasta entonces les habían sido vedados. Aquella izquierda, más volcada a la teoría que a la acción, puso en solfa la praxis de la izquierda entonces hegemónica: la de los partidos estalinistas (la invasión de Hungría produjo más deserciones que el Pacto Ribbentrop-Molotov en la generación anterior) y la de los acomodaticios partidos socialdemócratas, criticados como afianzadores del estado de cosas que decían combatir (¿les suena la melodía?). Aquella izquierda de aires nuevos constituyó un amplio movimiento que se extendió rápidamente por el mundo académico de la anglosfera y por las universidades europeas, donde figuras como Marcuse, Bloch, Anderson, Rossanda o Althusser revisaban desde muy distintas posiciones la ortodoxia marxista y rescataban el pensamiento de figuras arrinconadas o semiolvidadas, como Wright Mills, Benjamin, Gramsci o Trotski, influenciando a una generación de jóvenes militantes que intervendrían activamente en las protestas sociales mundializadas de finales de los sesenta. Entre aquellos pensadores heterodoxos figuraba R(onald) D(avid) Laing (1927-1989), un psiquiatra escocés que puso en cuestión el concepto de “enfermedad mental”, criticando la contradicción que suponía diagnosticar la psicosis a partir de la conducta del enfermo y, sin embargo, tratarla biológicamente. Recuerdo particularmente su libro La política de la experiencia (hoy, como casi toda su obra, inencontrable en España) y, de modo especial, la frase-aldabonazo de su inicio: “Hoy pocos libros son perdonables”. Me ha venido a la memoria estos días contemplando in situ el significativo circo que se ha montado en los medios británicos y estadounidenses a propósito del “descubrimiento” de Go Set a Watchman, una novela “perdida” de Harper Lee anterior a Matar a un ruiseñor, y cuya próxima publicación (en julio), con una tirada inicial de ¡2.000.000! de ejemplares, ha sido jaleada como nuevo advenimiento literario. No es de extrañar: Matar a un ruiseñor (de la que la “nueva” sería una secuela-precuela) está considerada la novela nacional estadounidense de los derechos civiles y, junto con El guardián entre el centeno y El gran Gatsby, su lectura forma parte del currículo de cualquier estudiante de secundaria. De hecho, cada año vende en torno al millón de ejemplares, y su autora (88 años) es más conocida entre los estudiantes que Cervantes o Henry James. La señora Lee está prácticamente ciega y muchos de sus convecinos de Monroeville (Alabama) afirman que la cabeza se le va y que firmaría cualquier cosa que le pusieran delante. Sea como fuere, lo cierto es que la novela “perdida” ha aparecido poco después de la muerte de su hermana Alice, que, aunque falleció a los 103 años, era la que le llevaba sus asuntos administrativos. Y también que la publicación ha sido gestionada directamente por su abogada y el editor de Harper Collins. Go Set a Watchman y su célebre precuela se convertirán en el mayor negocio literario del año, lo que alienta las sospechas de los malpensados. En todo caso, y volviendo a la frase de Laing sobre los libros imperdonables, en la historia literaria contemporánea abundan los libros “reencontrados” tras la muerte de sus autores que no les han reportado ninguna gloria (al contrario) y que, casi siempre, habían sido desechados por ellos mismos. No hace falta recordar, entre tantos otros “descubrimientos”, los dos “pinchazos” póstumos de Hemingway (Islas en el golfo y El jardín del Edén),que casi acaban con mi admiración por el gran escritor estadounidense. Y es que, si uno es escritor famoso, más vale tener una buena chimenea en casa y alimentarla de vez en cuando con todo lo que no desea que alguien “descubra” cuando mueras.

Oh, el amor

San Valentín, como el Halloween, se ha convertido en otra de las fiestas reinventadas globalmente para reanimar el consumo en temporada baja. Ahora el objetivo no son los niños, ni las familias, sino los enamorados, es decir, todos los que somos o queremos serlo. La fiesta ha sido propiciada en todo el mundo por las firmas comerciales: en España fue reinventada por Pepín Fernández (El Corte Inglés) y en Japón, por ir más lejos, por el fabricante de chocolates Morozoff. Chaucer cita la efeméride en El Parlamento de las aves, y los victorianos le empezaron a conferir vuelo comercial, inventando la tradición del envío de postales a los Valentines y Valentinas como prenda de amor eterno. Hoy, San Valentín es un pretexto para vender de todo a los enamorados. Y vaya si lo consigue. Las librerías de Londres, por ejemplo, atiborran las mesas de novedades de libros “apropiados” a razón de dos por el precio de uno y medio. Y este fin de semana ha sido el elegido para estrenar urbi et orbi la versión cinematográfica de esa obra maestra de la literatura de nuestro siglo que es 50 sombras de Grey, calificada en algún periódico de “fábula romántica sadomaso para enamorados”. No la he visto, pero sí he tenido ocasión de escuchar su banda sonora: estoy de acuerdo con la opinión del crítico musical de Times que afirma que es lo suficientemente sosa (bland) como para que la pongan en el departamento de bragas de Marks & Spencer. Quod erat demonstrandum.

Llamazares

Aliviado al comprobar que no aparezco en la lista Falciani —mi inmensa fortuna amasada en tantos años de servicio al lector permanece a buen recaudo—, termino de leer la nueva novela de mi vecino Julio Llamazares, que parece estar acortando últimamente sus largos periodos de descanso entre libros. Espero que no me ciegue la amistad si les digo que en Distintas formas de mirar el agua (Alfaguara) está el mejor Llamazares: el de La lluvia amarilla (1988), pero también el de Las lágrimas de San Lorenzo (2013). Tal vez porque en ella el autor se vuelve a centrar en la reelaboración literaria de un acontecimiento fundamental de su experiencia: la desaparición forzosa, bajo el agua de un pantano, de la aldea de su infancia y el consiguiente destierro de sus vecinos. La novela, que a veces adquiere un tono elegiaco y crepuscular, es un viaje de vuelta a los orígenes narrada por los diferentes miembros de varias generaciones de una misma familia, que regresan al vacío donde estuvo la aldea para dispersar en el agua las cenizas del padre muerto. Personajes que cuentan lo que les une y lo que les separa entre sí y de aquella perdida Arcadia. Puntos de vista diferentes que componen el mosaico completo de unas vidas desposeídas y rehechas, y cuyo planteamiento coral trae a la memoria inevitablemente el recuerdo (muy distinto, sin embargo) de Mientras agonizo, de William Faulkner.

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