Furtwängler contra Arnold, a dos asaltos
'Pendre partit', de Ronald Harwood, narra el acoso sufrido por el director de orquesta tras la victoria aliada. José María Pou y Andrés Herrera bordan sus roles
Según Ronald Harwood, autor de Tomar partido (Taking Sides, 1995), que narra la ordalía de Wilhelm Furtwängler, fue el presidente Eisenhower quien dio la orden de acosar al gran director de orquesta. Quería un pez gordo de la cultura alemana entre rejas, y las fotos testimoniaban el aprecio de la jerarquía hitleriana, siempre en la primera fila de sus conciertos. El problema era que Furtwängler jamás militó en el partido nazi. Renunció a cargos, apoyó a Hindemith y salvó a muchos judíos, pero permaneció en territorio del Reich porque consideraba que su labor en pro de la música era importante para sus compatriotas: bastó eso para tildarle de colaboracionista, un fantasma que le perseguiría hasta su muerte. De Ronald Harwood posiblemente recuerden The dresser (1980), que llevaron al cine (La sombra del actor) Albert Finney y Tom Courtenay, y que vimos en teatro con Luppi y Julio Chávez, o, más reciente, el oscarizado guion de El pianista (2002), de Polanski. Harold Pinter, viejo compañero de aventuras actorales, estrenó Taking Sides en el Minerva Studio de Londres, con Daniel Masey y Michael Pennington. El montaje se presentó luego en Broadway, con Ed Harris sustituyendo a Pennington.
Con el título de Pendre partit (tomar partido) la dirigió Ferran Madico en la Villarroel en 1997, protagonizada por Andreu Benito y Josep Lifante. Casi veinte años después ha vuelto a la cartelera barcelonesa, dirigida y protagonizada por José María Pou en el Goya, mano a mano con Andrés Herrera, en nueva versión catalana de Ernest Riera.
Arriesgada estrategia la de Harwood: el 'bueno' es el presunto nazi, el ‘malo’ es el interrogador americano. Naturalmente, como manda el buen teatro, ambos tienen sus luces y sus sombras, y al espectador corresponderá deslindar las razones de cada uno. A partir de testimonios de militares aliados de la época, el dramaturgo creó la figura del mayor Steve Arnold, temible investigador de una compañía de seguros reconvertido en inquisidor del Comité de Desnazificación. Brutal y grosero, detesta la música clásica, que considera pomposa y aburrida, y quiere servir en bandeja la cabeza de Furtwängler, al que ha condenado desde el principio. Le acusa, esencialmente, de haber mirado para otro lado mientras se extendía el horror nazi, para no perder sus privilegios ni ser destronado por el joven Von Karajan, y recurrirá a lo que haga falta para doblegarle. Yo diría que también siente contra él un subterráneo odio de clase, muy similar al que en Brigada 21, de Sidney Kingsley, sentía el policía proletario encarnado por Kirk Douglas hacia el doctor Schneider, elegante abortista de la Quinta Avenida.
Arriesgada estrategia:
el ‘bueno’ es el presunto nazi,
el ‘malo’ es el interrogador americano. Con sus luces y sombras
Arnold podría ser un joven McCarthy o un joven Roy Cohn, al que Harwood da un motivo para su furor, el único que le salva de la ignominia absoluta: ha conocido el horror de los campos, ha olido la carne quemada, y no puede olvidar a los muertos del Holocausto. En los años cincuenta habría sido un papel ideal para William Bendix, y en nuestros días le hubiera venido al pelo a James Gandolfini. Algo de ambos tiene Andrés Herrera, un actor poderoso y visceral, con estupendos trabajos en su haber (SuperRawal, Glengarry Glen Ross, Una historia catalana, El viaje a ninguna parte) y al que ahora Pou ha ofrecido un rol protagonista a su medida. Tras un arranque vacilante, de dicción algo confusa, Herrera toma las riendas del papel: pisa fuerte cuando escucha a Glenn Miller de madrugada en su helado despacho como si estuviera de nuevo en su casa del Midwest, y esa fuerza crece y no le abandona hasta el final. Nos hace ver la complejidad del personaje, y logra que sintamos por Arnold simpatía y rechazo en oleadas sucesivas, que nos seduzca su vitalidad de toro pero desaprobemos sus métodos de boxeador marrullero, alternando ganchos certeros e imprevistos con golpes bajísimos, hasta la manipulación final.
José María Pou firma, como es su costumbre, una puesta clásica en el más alto sentido, fluida y atenta a los matices, y como actor llena la escena aun cuando no está en ella. El público acostumbrado a ver a un Pou arrollador y exuberante va a encontrarse aquí con una clase magistral de contención absoluta, acorde al viejo y sabio precepto del "menos es más", en una línea muy británica, que recuerda un cruce entre Jonathan Pryce y Edward Petherbridge: pasión y absoluto control de los movimientos, sin un gesto sobrante. Presta al personaje su elegancia y su enorme autoridad: trabaja con la inmovilidad y el peso del cuerpo, físicamente hundido en el primer interrogatorio, crecido por la ira en el segundo, enviando fintas y estocadas con los ojos, la voz y los silencios. Respuestas claras, con serenidad sorprendida ante la filistea brutalidad del acoso. Miradas desdeñosas, más hijas del orgullo que de la soberbia. Hay algo de maestro zen en su composición, porque también lo hay en ese hombre firmemente convencido de que la música tiene poderes místicos que alimentan las necesidades espirituales del hombre. Pero Arnold intuye sus necesidades físicas, su barro terrenal, y en esa dirección envía sus tanques: la tensión del pugilato no baja en ningún momento.
Está impecable Sergi Torrecilla en el rol de David Wills, el teniente judío que acaba convertido en abogado defensor, harto de las iniquidades de Arnold, y finísima Anna Alarcón en el de la secretaria Emmi Straube, que durante buena parte de la obra ha de interpretar su rechazo desde el silencio, con toda la vergüenza asomada a sus ojos. Pepo Blasco es Helmuth Rode, siempre dispuesto a arrimarse al sol que más calienta: chivato de los nazis, palanganero de los americanos, y no es difícil imaginarle un futuro en la Stasi. Un personaje muy bien dibujado, con una pequeña pega: resulta forzada su caída durante el interrogatorio nocturno. Lamento decir que no me convenció la interpretación, desaforada y con cadencias demasiado parejas, de la viuda Tamara Sachs, a cargo de una actriz tan habitualmente certera como Sandra Monclús: quizás parte de ese desajuste se deba a que es el personaje menos ceñido del texto, y cuya motivación, a mis ojos, resulta un tanto artificiosa. Muy buena la versión catalana de Ernest Riera, así como la escenografía de Joan Sabaté, que recrea un ruinoso edificio del Gobierno alemán, y el perfecto vestuario de época que firma María Araujo. No se pierdan este espectáculo.
Pendre partit. Dirección: José María Pou. Intérpretes: José María Pou, Andrés Herrera, Pepo Blasco, Sandra Monclús, Sergi Torrecilla y Anna Alarcón. Teatre Goya. Barcelona. Hasta el 1 de febrero de 2015
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