Emociones antiguas
Llegamos frente a un cuadro, visto y revisto, rememorado y documentado, familiar y grabado en nuestra pupila, y el corazón nos late deprisa, como en un encuentro amoroso
Ocurre a veces cuando vamos paseando por un museo. Puede ser un museo familiar, nuestro museo favorito en la ciudad en la cual vivimos. Puede ser una exposición temporal o el museo que visitamos en una ciudad de paso, donde hemos llegado hasta las salas en busca de consuelo —ya que cuando andamos perdidos por unas calles desconocidas allí encontramos cierto espacio que nos alivia y nos devuelve la tranquilidad—. Ocurre —aunque no siempre— sobre todo con obras que conocemos bien, que hemos admirado en las páginas de un libro o hasta en las propias salas familiares. Obras, en suma, que andamos buscando entre los pliegues de la memoria y el final de las escaleras. De hecho, la emoción es más fuerte cuando se trata de una imagen que conocemos bien, con la que hemos soñado y que hemos deseado volver a ver, si bien ocurre también con obras desconocidas o con esas otras que, vistas tantas veces en los libros, tenemos ocasión de disfrutar cara a cara una tarde cualquiera.
Llegamos justo allí, frente a Las Meninas, cuadro visto y revisto, rememorado y documentado, familiar y grabado en nuestra pupila, y el corazón nos late deprisa, como en un encuentro amoroso. Todo se vacía alrededor, el tiempo se queda flotando. No tenemos ojos nada más que para el cuadro, igual que ocurre con la persona amada. No tener ojos: empezar a mirar de otro modo más allá del retiniano.
Pero no: es mucho más que un encuentro amoroso, pues la obra que tenemos enfrente permanece impertérrita delante de nuestra presencia, suspendida en su fragmento de tiempo. Así que, sin previo aviso, se opera un milagro raro para el cual resulta complejo encontrar una explicación verosímil: algunas obras parecen cambiar su tamaño en cada visita, se hacen más grandes o más pequeñas de como se recordaban o como se imaginaban. ¿Les ha pasado a ustedes? Es una sensación perturbadora que va impregnándolo todo, igual que ocurre con Las señoritas de Avignon, de Picasso, albergadas en el MOMA, que en cada viaje proponen un relato renovado desde su cambio de escala —no se recordaban tan grandes… o tan pequeñas—.
Y las mujeres se plantan desdeñosas frente a los ojos del espectador embobado, que esta vez —la enésima que se tropieza con ellas— cree que no ocurrirá el desplazamiento: ya son tan familiares. Pese a todo, la sala se vacía y ahí está el visitante solo en el espacio desierto —o eso siente—, atrapado en un torbellino de emociones que no consigue describir. Ni ordenar. Que no querrá, sobre todo, ordenar porque en ese desorden de sensaciones se desliza eso que algunos llaman experiencia estética. O, dicho de otro modo, el intenso placer de mirar que va más allá de la mirada misma, se convierte en mero instrumento.
No ocurre únicamente con las obras clásicas y las pinturas: los objetos frágiles de Duchamp graban en el espectador ese mismo “deseo de habitar” —que diría Barthes—, una sensación de familiaridad y al tiempo de extrañamiento que también puede encontrarse, cómo no, en las obras actuales. Son ciertas emociones antiguas que apelan a los lugares recónditos del visitante y le dejan, de nuevo, desarbolado, listo para que las sensaciones entren en su cerebro. Me ocurrió el otro día con la exposición de Jerónimo Elespe en Ivorypress (Madrid). En sus pinturas —capas de historias en cada una de ellas que se acumulan sobre la superficie como el paso mismo del tiempo, capas arqueológicas de un relato que termina siendo el del propio transcurso de la obra, diferentes tamaños que se van alternando y transforman la noción espacial en tiempo— brotan de repente esas emociones antiguas que se extienden delicadas por las salas y buscan nuestra mirada cómplice. La encuentran.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.