Que vuelvan, por favor
Broche de oro en Temporada Alta: 'La gaviota', de Chéjov, a cargo del director lituano Oskaras Koršunovas y su formidable compañía. Una única función, una noche memorable.
Aún estoy sacudido por la extraordinaria La gaviota de Oskaras Koršunovas en Temporada Alta: tres horas en las que no pude apartar la vista de lo que sucedía en el escenario. ¡Cuánta belleza, profunda y clara, austera y ágil! ¡Cuánta verdad, rastreada con honestidad, con inmenso talento! Chéjov como debe ser: con las pasiones en primer término, con el corazón en la boca. En La gaviotase habla mucho de teatro (la necesidad de Treplev de “encontrar nuevas formas”), pero, sobre todo, de la dificultad de vivir y de amar. La “nueva forma” de Koršunovas es la de Brook o Veronese: un espectáculo moderno, porque nos devuelve la vitalidad de los interrogantes del texto y hace que sus personajes sean nuestros contemporáneos; moderno sin clichés, sin ensuciar los trazos.
Escenografía mínima. Una sala con plafones de luz blanca. Una hilera de sillas. Una mesa, un sofá en la segunda parte. Hemos visto muchas obras con los actores sentados en hilera, como si estuvieran en un ensayo, a la espera de sus parlamentos, pero aquí les vemos recibiendo y devolviendo las emociones que les provoca lo que sucede en el centro de la escena, procedimiento que llega a su cumbre emotiva en el último tercio. De nuevo se demuestra que lo importante en teatro es un texto vivo, actores precisos y flexibles, y la mirada atenta de un director que vaya al hueso, que module los ritmos y logre mantener altas las energías. “Naturalidad incandescente” podría ser un buen término para definir este soberbio trabajo interpretativo, donde hay estallidos, pero contados gritos: a menudo se acercan al susurro sin que dejemos de escucharles, porque proyectan la voz maravillosamente. ¡Qué infrecuente es eso y cuánto se agradece!
También he leído en una crítica de Elona Bajoriniene algo que me parece muy cierto: “Cada uno de los actores merecería una reseña por separado”. Cuando el foco se centra en un personaje, por secundario que sea, se convierte en protagonista. Así, La gaviota de Koršunovas es la obra de Treplev, la obra de Nina, la obra de Arkadina, pero también la de Sorin, la de Masha, la de Medvedenko. El director y sus actores del OKT/Vilnius City Theatre buscan, llegan al corazón de los personajes para mostrar su esencia, con respeto y en redondo, sin degradarlos ni reducirlos. Quizás, única pega, haya algo de caricatura en la excentricidad un tanto excesiva de la Polina, por otro lado muy poderosa, de Airida Gintautaite.
Koršunovas no subraya la idea central de la rueda de desplazamientos amorosos: casi todos quieren a quien no les quiere, pero eso no se percibe como una mecánica fatal, no se pone en primer término. Las cosas “suceden” escena a escena, sin “arcos de personaje”, y es formidable que así sea, porque la veracidad se centuplica. El Treplev de Martynas Nedzinskas rebosa energía neurótica, enorme fuerza, sensibilidad en carne viva. Aunque en la estancia suene Joy Division, su himno bien podría ser This Wheel’s on Fire, de Dylan. Nada más verle sabes que no habrá lugar para él en este mundo, que nunca será feliz, que chocará con algo (posiblemente su propia sombra) y se hará pedazos. Que esa rueda va a estallar, que arderá sin resurrección. Nele Savicenko es Arkadina. Es egoísta, pero no es un monstruo de egoísmo; puede ser despiadada, pero no es bitchy. Es diva, pero no es ridícula: incluso se burla un poco de su propio divismo. No está claro cuándo representa y cuándo siente. Quizá ni siquiera ella lo sepa, como el momento en que se arrastra a los pies de Trigorin y desde el suelo comienza a alabar su talento literario para retenerle. El conflicto entre madre e hijo va más allá de dos visiones contrapuestas del arte. Treplev necesita el afecto y la aprobación de Arkadina, y ella no quiere o no sabe dárselo. Hay otra escena portentosa, en la que tratan desesperadamente de comprenderse y acaban intercambiando golpes, y él grita y llora como un niño abandonado. Nunca había visto montar así este pasaje.
Gelmine Glemzaite es una Nina inocente, sincera y apasionada al principio, enloquecida y doliente al final. Me recordó la intensidad y la luz de Irene Escolar. Dos instantes capitales: su llanto tras la partida de Trigorin, sola en escena, y cuando dice haber encontrado el sentido de su vida y sus ojos dicen, aterradoramente, lo contrario. Trigorin es Darius Gumauskas. Engaña a Arkadina y a Nina por igual, es débil, es un canalla, pero no está dibujado como un canalla porque Koršunovas (y el actor, claro) necesita que sea convincente. Y muestra una sinceridad rotunda y lúcida, con los gramos justos de narcisismo, al contarle a Nina las contradicciones de su arte: ¿qué escritor no se reconoce en esa narración? Más grandes intérpretes: Dainius Gavenonis, un doctor Dorn casi zen. Muy cercano al Astrov de Tío Vania: el seductor maduro, sabio y fatigado. Es el padre suplente de Treplev, el que mejor le comprende. Gavenonis me hizo pensar en el añorado Vittorio Mezzogiorno cuando le habla a Sorin (Darius Meškauskas, dulcísimo, conmovedor) de su muerte inminente, con una mezcla de afecto y lucidez clínica. Y en el lejano pero presente Ariel García-Valdés: la evocación casi panteísta de su tarde feliz en Génova. Recuerdo los ojos de Rasa Samuolyte (Masha), “con un eléctrico ardor”, como en el tango, y el amor insistente y sin salida de Medvedenko (Giedrius Savickas). Y el cambio en la escena final. Koršunovas coloca en la hilera de sillas a todos los personajes, que contemplan, con el rostro demudado, el último soliloquio de Treplev, la postrera visita de Nina, como si la muerte del muchacho ya hubiera sucedido y ellos estuvieran condenados a volver a verla, por la culpa de no haber hecho nada para salvarle. Recordé aquel gran momento de Twin Peaks, cuando la certidumbre de la muerte de Laura Palmer cae de repente sobre sus amigos, que rompen a llorar, en silencio, un largo silencio, en el bar nocturno. Y recuerdo ahora la frase que Koršunovas elige para el telón, el oscuro. Dice Dorn, con lágrimas en los ojos: “La botella de éter ha estallado”. La visita de Nina, gota que hace estallar la botella. Treplev, éter volátil, explosivo. Y no hace falta que diga: “Hay que sacar a Arkadina de la habitación”. Todos lo saben, y Arkadina la primera. Qué tristeza. Y cuánto arte.
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