Mucha gloria, poco dinero
Se conserva una foto memorable de la inauguración de los estudios de Abbey Road, en 1931. Sir Edward Elgar está dirigiendo a la London Symphony Orchestra en una grabación de Land of hope and glory, su gran hit; entre los invitados destaca George Bernard Shaw, sentado en una escalera, inconfundible por su blanca barba.
Ya se sabe que Shaw era un apasionado melómano; incluso ejerció de crítico musical, bajo el seudónimo de Corno di Bassetto, con resultados hilarantes. Mantenía además gran amistad con Elgar, a pesar de que divergían en ideología.
Elgar agradecía el apoyo incondicional del dramaturgo, aunque le producía cierto resquemor la creciente fortuna de su amigo socialista. Nunca obtuvo la recompensa que imaginaba que le correspondía como el más popular de los compositores del Imperio británico. Fue una preocupación acuciante: su posición social le obligaba a gastar más de lo que ganaba (y ganaba bastante).
Eso explica la curiosidad que ha despertado Elgar's earnings (Boydell Press), estudio exhaustivo del musicólogo y banquero John Drysdale sobre los ingresos del autor de las Enigma variations. Un tomo minucioso que hace desear que alguien escriba algo parecido sobre cualquier figura del pop. En las historias del pop suele estar ausente la dimensión económica, algo que ya se está remediando en las crónicas del cine.
Es el pequeño y sucio secreto. Y con buenos motivos: excepto unos pocos artistas indignados, nadie reconoce haber sido desplumado. Otros protagonistas, como los empleados de la industria, también prefieren callarse; alguien podría sospechar que los mismos mecanismos de sisa continúan activos, a pesar de que, teóricamente, la informática ayude a calcular cualquier regalía hasta el último céntimo.
Elgar funcionaba como un freelancer: aparte de unos años en la Universidad de Birmingham, no disfrutó de sueldos fijos. Dio clases, trabajó en iglesias y manicomios. Tenía sus bolos como director de orquestas, pero esencialmente, dependía de las editoriales musicales que publicaban su trabajo. Y estas le estafaban.
Vale, “estafa” tal vez sea una palabra demasiado fuerte. Digamos que las prácticas comerciales de Novello & Co., su editorial, no tomaban en cuenta sus intereses. Aunque Elgar llegó a recibir 25% del precio de sus partituras, un porcentaje de superstar, había una triquiñuela: se aplicaba a las partituras completas, para orquesta o coro, y no a las partichelas para cada instrumento.
Novello explotaba el amor por la música en Inglaterra, manifestado en la presencia del piano en toda casa decente y la abundancia de agrupaciones amateur. En consecuencia, rechazó formar parte de la PRS (Performing Rights Society, la SGAE británica) hasta 1936, cuando Elgar ya no podía beneficiarse. Su razonamiento empresarial: cobrar por interpretaciones en público podía desanimar a los músicos aficionados.
En 1904, la época más triunfal de Elgar, Novello firmó un contrato de exclusividad con el compositor. Era práctica común pagar una cantidad a la entrega de una nueva obra. Pero en Novello no lo pusieron por escrito y, ante la furia del músico, le privaron de este incentivo.
Elgar necesitaba mantener un alto tren de vida. Se había casado en 1889 con una de sus alumnas, Alice Roberts, perteneciente a la buena sociedad anglicana. La familia de Alice se horrorizó: era católico, tenía orígenes humildes y un futuro incierto; fue desheredada. Convencida de que su marido era un genio, Alice asumió ese destierro.
Tras la aceptación de su música y su consiguiente ascenso social, con el título de barón y un puesto en la corte, hubo una especie de reconciliación. Una tía rica de Alice la incluyó en su testamento, pero de forma humillante: Alice gozaría en usufructo de algunas propiedades mientras viviera; se prohibía expresamente que esos derechos pasaran a su hija, supuestamente contaminada por la sangre católica.
Así que Elgar vivió amargado hasta su final en 1934. Su único vicio conocido fueron las apuestas hípicas. Parece que tampoco tuvo mucha suerte en ese juego.
Babelia
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