Las discográficas: del taller a la multinacional
La industria fonográfica en la España de mediados del siglo XX empezó como negocio familiar
Para aquellos que hemos sentido la necesidad de escuchar música desde muy jóvenes, el disco ejercía sobre nosotros la fascinación de un talismán. Ese objeto redondo, plano, con aquel peculiar brillo estriado, en el que a simple vista no se podía ver nada identificable, pero estaba cargado de sensaciones antes incluso de que cumpliera su objetivo real: las sugerentes imágenes de sus portadas; el olor extraño y reconocible (solo los discos olían a disco); el cuidado extremo con el que los mayores te enseñaban a manipularlos (¡cuidado que se raya!), el ligero rumor que producía al deslizarlo por su funda y la forma en que había que cogerlo, con el pulgar en el canto y el dedo corazón como apoyo en la etiqueta central para no tocar nunca la parte sonora… Todo formaba parte de un ritual, de una liturgia apasionante que culminaba con el momento en que se colocaba la aguja (con mucho cuidado) en los primeros surcos silenciosos y, tras unos segundos de chasquidos casi imperceptibles que anticipaban la emoción de la canción tan esperada, empezaba a sonar la música.
Por eso no es raro que cuando uno de aquellos adictos a la música pensaba en el territorio desconocido donde se fabricaban los fetiches maravillosos que proporcionaban tanto placer, imaginara una mezcla de fábrica de golosinas y castillo de rey brujo. El reino mágico de la discográfica.
Por supuesto, era una visión ingenua muy alejada a la realidad… ¿O no tanto? La industria fonográfica en la España de mediados del siglo XX empezó como un pequeño negocio familiar o poco menos. No podía ser de otra manera en un mercado que todavía estaba por florecer. Belter, Hispavox, Columbia (fundada en San Sebastián por la familia Inurrieta), Sonoplay (más tarde Movieplay y Fonomusic) son los nombres que aparecían en las carpetas de los discos y en los carteles que declaraban con orgullo la propiedad de los artistas junto a sus fotos en blanco y negro. Empresas pequeñas que se acercaban más al taller artesano que a lo que serían las futuras multinacionales.
A medida que crece el mercado musical y se confirma el deseo del público de consumir más y más música, dando lugar a fenómenos como los clubes de fans, las radios musicales o los conciertos en directo (entonces llamados festivales), se despierta el interés de las discográficas internacionales, que también aspiran a su parte del botín. Para algunos, son los castillos siniestros donde huestes oscuras a las órdenes de perversos tiranos dominan a los artistas y los explotan hasta el exterminio. Para otros representan sencillamente la oportunidad de abrirse a un mercado más amplio.
Tomás Muñoz es un personaje clave en este tiempo de transición. Después de trabajar durante años en el negocio discográfico fuera de España, regresa para integrarse en Hispavox y, al poco tiempo, pasa a dirigir CBS a principios de los años setenta. Así habla de este periodo: “La CBS era la número uno en EE UU y en el mundo. Le fue muy fácil entrar en el mercado español con sus artistas (Simon and Garfunkel, Santana, Chicago) y es la primera multinacional que crea un catálogo propio para España. Teníamos el mismo interés en el internacional que en el local”. Y para hacerlo se rodeó de un equipo de gente que luego ha sido la semilla de la industria en este país. “Eran todos chicos entusiastas, deseosos de alcanzar unas metas… Aquella era una España que salía de un túnel, que empezaba a tener libertad, era un momento fantástico… Todos se entregaron apasionadamente. CBS era una compañía llamémosla progresista, con gran interés por la cultura, por el avance social y desde el principio me sentí muy libre. Por ejemplo, el primer disco que hice fue Vientos del pueblo (Los Lobos, 1971), con poesías de Miguel Hernández, que la censura intentó impedir que se publicara”.
Durante las décadas siguientes las multinacionales van absorbiendo discográficas pequeñas que, en el mejor de los casos, se convierten en sellos subsidiarios, hasta dominar el mercado de la música. Como reacción, y a la sombra de un incipiente público alternativo, a partir de principios de los ochenta surgen algunas compañías independientes (DRO, Grabaciones Accidentales, Discos Lollipop, 18 Chulos…) que, con mayor o menor fortuna, luchan por su hueco en el mercado. Así van las cosas hasta que, una vez más, la tecnología da un giro a la situación. En este momento en que un artista puede grabar, mezclar y distribuir un disco prácticamente en casa, cabe preguntarse si las discográficas son necesarias y para qué.
José María Barbat, presidente de Sony Music Entertainment para España y Portugal, lo tiene bastante claro: “Tenemos la experiencia adquirida a lo largo de todos estos años de cómo manejar a esos artistas, esos lanzamientos, esos proyectos. Y también las relaciones con esos operadores que tienen vínculos con la industria de la música, ya sean clientes, distribuidores digitales, medios de comunicación… Cualquiera puede darse cuenta de que no es lo mismo atender a cuatro, cinco, diez, veinte productores fonográficos que representan al noventa por ciento de la música disponible que tener que atender a dos mil. Evidentemente, hay unos canales que las compañías tenemos engrasados por la actividad diaria que cuando uno intenta hacer por sí mismo es mucho más costoso y mucho más difícil. No es que sea imposible; es posible por supuesto, pero…”.
Aun así, existe una sensación de que, con las cosas como están, es mucho más difícil para un artista nuevo acceder al mercado general.
“Yo creo que no”, dice José Carlos Sánchez, presidente de Warner Music Spain. “Hay más producción que nunca. Basta echar un vistazo a los discos que se publican. En las compañías grandes y en las pequeñas. Es verdad que la sensación de ‘éxito’ es menor. Pero eso es algo que no se lo tenemos que achacar a las compañías, sino a todos nosotros. El modelo de explotación ha cambiado y es labor de todos encontrar una salida a esa evolución”.
Y así entraríamos en el tenebroso sendero de los derechos, la piratería y sus consecuencias. Pero esa es otra historia…
Babelia
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