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Dos visiones

Ante el Pompidou de Málaga: ¿es buen modelo el museo franquicia?

El dilema: ¿puede avanzar la cultura más allá del negocio?

Todo por la fotogenia

Por Iñaki Esteban

Han pasado veinte años desde el acuerdo entre la Fundación Guggenheim de Nueva York y las instituciones vascas para establecer un museo en Bilbao. Desde entonces se ha convertido en objeto de admiración y crítica, por su pretexto entonces infrecuente de mejorar la economía de la ciudad y por haber inaugurado el modelo del museo franquicia. En ambas cosas, que van de la mano, el Guggenheim puede colgarse la medalla del éxito. Bilbao es otra ciudad, más bella y dinámica. Y su ejemplo ha marcado un camino: hasta el Louvre, primer museo público abierto con la toma de los republicanos del palacio real, está construyendo una franquicia palaciega y posmoderna para los reyes del petróleo.

Los objetivos del museo franquicia marcan sus limitaciones. Como tienen por mandato atraer turistas, necesitan una arquitectura llamativa, espectacular, y sus mayores esfuerzos se dirigen a comercializar su oferta, adecuada al gran público. Por necesidades de marketing, del arte conceptual elegirán como en el Guggenheim la variante soft y mediática de Yoko Ono, y para reforzar la programación se contratará una muestra de Braque, el padre del cubismo, porque ¿quién no conoce el cubismo?

Los museos franquicia proponen experiencias atractivas. Sus visitantes se sacan fotos con el edificio de Gehry y el Puppy de Koons para colgarlas en las redes sociales. Forman parte del capitalismo emocional, el que saca un provecho de las emociones. Constituido como un símbolo de éxito y modernidad, los políticos tratarán de convertir en votos el orgullo ciudadano de tener un museo celebrity.

Todo el arte en Bilbao parece ahora el Guggenheim. Vale la pena recordar que hay otros mundos artísticos y que, como escribiría Unamuno, todos están en esta ciudad.

Ni ‘vuittones’ ni ‘mcdonalds’

Por Ángela Molina

Las metáforas sobre la muerte y la decadencia del museo son frecuentes. Adorno ya escribía en 1953: "Los museos son las tumbas de las obras de arte". Esa mortalidad no sería otra cosa que el efecto inevitable de una institución incapaz de sacar a la luz lo que hace que una cultura entre en conflicto consigo misma. En los últimos 40 años, los museos públicos han ido surgiendo o afirmándose, rompiendo unas estructuras primitivas, pero sin voluntad de mantener una relación vital con el espectador. Las colecciones del Reina Sofía, el Macba, la Fundación Miró, el Centro Andaluz, el CGAC, el Prado o la sorpresa del Museo Oteiza, por mencionar los más notorios, han evolucionado o se han transformado; en otros casos han degenerado en estructuras omnipotentes y personales (el IVAM de Valencia o el CAC de Málaga). Que la cultura pueda avanzar más allá del negocio y del beneficio depende de la voluntad de sus responsables de crear un museo imaginario, no como quiso Malraux, esto es, reducido a la única y perfecta similitud del formato fotográfico. La superouvre de este museo ideal capaz de sostener las afinidades del arte y la economía operaría en el marco de una red de centros de arte, propósito lanzado en su día por Manuel Borja-Villel. No se trata de exhumar las obras de su contexto histórico, sino de crear nuevos protocolos narrativos, estudios dialécticos o "momentos representacionales" susceptibles de cambiar las reglas del juego de las instituciones. Un impulso que moverá a directores y comisarios a despertarse del sueño de la historia a favor de nuevas visiones de la vida colectiva. Que favorecerá que prevalezca lo común frente a las estandarizaciones propias de una cultura de economía ultraliberal y que evitará la americanización privatizada transnacional que se plasma, como una moda, en el franquiciado de museos —véase el Pompidou en Málaga— que funcionan como vuittones o mcdonalds.

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