¿Hay literatura en las series?
El dilema: ¿recorre Shakespeare 'House of cards' o desprestigia la televisión la palabra literaria?
Literatura expandida
Por Jorge Carrión
Las mejores series de televisión no son literatura, pero son muy literarias. En el cuarto capítulo de The Knick, por ejemplo, hay una escena con un intenso diálogo: ambientado en 1900 y escrito ahora, nos recuerda tanto a Henry James como a James Salter. Pero es sólo el 50% de lo narrado: los primeros planos del protagonista, de su exmujer (la reconstrucción de una nariz en la época pasaba por coser el tabique nasal al brazo) y de la enfermera enamorada completan la palabra y convierten la escena en memorable. Es decir: palabra e imagen, literatura y cine, pero en una fórmula que sólo ha sabido encontrar la televisión de alta calidad.
Como escritor, leo la realidad a partir de la literatura. Me interesan el cómic, el videojuego, el arte contemporáneo o las series que se dejan interpretar como literatura expandida. Hay otros modos de interpretar las series, pero el mío es el teleshakespeariano. El de Shakespeare como espectro que recorre escenas brutales de Los Soprano, House of Cards o Gomorra; aunque también vea a Cervantes en la pareja protagonista de Breaking Bad o a Kafka en ese infierno en la tierra que retrata Manhattan. Los libros nutren directamente, de hecho, obras como Friday night lights, Juego de tronos, Hannibal o Sherlock. Y en muchas ocasiones las series, gracias al talento de sus guionistas y al poder de la industria, son superiores a los textos originales.
Fredric Jameson ha denunciado el anti-intelectualismo de los Estados Unidos, tan populista. Ahí encontramos, inesperado, otro elemento literario de las series. En algunas de las más brillantes, como las de Sorkin, Simon o Pizzolatto, el guionista se revela como intelectual que opina y denuncia. Dickens, por tanto, está doblemente vivo: en el compromiso político y en el compromiso con el material narrado.
Desprestigio de la palabra
Por Marta Sanz
Hace tiempo, el adjetivo literario se utilizaba indistintamente para consagrar o denigrar una serie como Yo, Claudio. También existían novelas cinematográficas. Ahora, cuando se dice de una novela que es literaria —pleonasmo más bestia que el de los sus ojos tan fuertemente llorando—, casi siempre el significado es peyorativo. En nuestra movediza sociedad líquida, la sinestesia no se usa como instrumento crítico, sino que los géneros se hibridan hasta el punto de que no nos extraña esa categorización —ontológica— de lo audiovisual como literario. Mezcla y mistificación se constituyen en eslóganes de un mundo en el que el tajo de la desigualdad es hondo: el imaginario de lo líquido, ecléctico y lábil es eufemismo estético de una ética de la globalización donde todo tiende a ser igual excepto los capitales para adquirir bienes. La opacidad y lentitud de la palabra literaria, y el espesor connotativo de un texto que no solo sea una historia, definen lo literario. No obstante, prevalece la inmediatez del consumo televisivo —normalmente de pago—, la anorexia expresiva, la supremacía de la trama y la sintaxis de las narraciones frente al relieve semántico de esa literatura que hace del esfuerzo crítico e imaginativo, del tiempo del lector, un ingrediente. En una ceremonia in de la confusión entre lo popular y lo elitista, en un falso difuminado de los límites, nos fascinan la banalización de la literatura sometida a la superficialidad de ciertos lenguajes audiovisuales y la metamorfosis seudointelectual del entretenimiento televisivo. La consideración de las series como literatura resulta cuestionable académicamente y se vincula con una corriente de desprestigio de la palabra literaria por parte de lectores que experimentan cierto aburrimiento sine nobilitate, o que no se molestan en leer y cubren su cuota de prestigio cultural con Mad Men. Yo prefiero la adaptación televisiva de El comisario Montalbano. Esa me gusta de verdad.
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