El amigo traidor
Elliott y Philby fueron camaradas durante y después de la guerra. Pese a un secreto entre ellos
En 1937, cuando estaba en marcha la batalla de Teruel, los servicios secretos soviéticos consideraron la posibilidad de asesinar al general Franco. De la misión se habría encargado un agente que disfrutaba de la confianza del alto mando rebelde, un corresponsal británico que enviaba al Times de Londres crónicas muy favorables a los sublevados, y a quien el propio Franco había condecorado. El plan no salió adelante, y el corresponsal volvió a Reino Unido y siguió disfrutando de la confianza de sus superiores en el periódico. Su simpatía explícita hacia Franco, y en general hacia los regímenes autoritarios en Europa, era una actitud muy común entre la clase dirigente británica, a la que él pertenecía, con las credenciales más indudables: era hijo y descendiente de altos funcionarios coloniales; se había educado en Eton, y luego en Cambridge; tenía devoción por el críquet; pertenecía a un club distinguido; hablaba con el acento adecuado; vestía trajes de tweedy calzaba zapatos hechos a mano; podía beber manteniendo la compostura hasta caerse al suelo, y eso no era visto como un defecto sino como un rasgo más de su distinción mundana. Pertenecía tan de nacimiento y tan visiblemente a la clase de los elegidos que en cuanto estalló la guerra en 1939 se le ofreció un puesto de responsabilidad en el espionaje británico. Una de las primeras cosas que hizo fue reclutar a un amigo de la escuela y de la universidad, tan parecido a él que los dos tenían algo de intercambiables: la misma educación, el mismo origen, el acento idéntico, incluso un padre a la vez autoritario y lejano que reprobaba como un signo de blandura y hasta de afeminamiento cualquier muestra de afecto.
Elliott ignoraba de su amigo Philby una sola cosa: que desde 1934 llevaba trabajando como espía soviético
Los dos camaradas trabajaron juntos durante toda la guerra. Recordarían siempre esos años con el resplandor de la aventura y la juventud. Las guerras las hacen hombres muy jóvenes, y a los que no mueren en ellas les quedan vidas enteras para la rememoración. En 1945 el enemigo alemán estaba vencido, pero los dos camaradas siguieron dedicados al espionaje, ahora contra otro enemigo que hasta muy poco antes había sido un aliado, la Unión Soviética. Como pasa a veces entre dos hermanos separados por una diferencia no muy grande de edad, el amigo más joven admiraba al mayor, que había sido su maestro, que lo había iniciado en el mundo del espionaje. Ahora el enemigo era otro, pero la excitación de la intriga y el riesgo se mantenía idéntica. Los dos camaradas seguían compartiendo misiones secretas y veladas con mucho whisky y muchas confidencias, limitadas tan solo por la destreza masculina y británica para eludir lo personal, o para encubrirlo bajo la reserva y la ironía. Sus mujeres eran amigas. Las dos familias compartían celebraciones y comidas de fin de semana. Cada uno de los dos podría jurar que lo sabía todo sobre el otro. Había tantas cosas visibles o implícitas en común que apenas necesitaban hablar para entenderse. En la penumbra de un bar, los dos acodados en la barra, con cigarrillos, con vasos de whisky, con las caras encendidas, parecían cada uno el espejo del otro. El joven, Nicholas Elliott, sabiendo tanto de su amigo, Harold Philby, al que todo el mundo llamaba Kim, por el personaje de Kipling, ignoraba de él una sola cosa: que desde 1934 llevaba trabajando como espía soviético.
No hubo en todo el siglo XX un traidor más perfecto. Tenía su condecoración franquista, la Orden del Imperio Británico y la Orden de Lenin, que le fue otorgada en secreto. En El hombre que fue Jueves, Chesterton imaginó una organización subversiva tan secreta que su líder máximo era también el jefe de policía encargado de perseguirla. Durante unos cuantos años, Kim Philby fue a la vez el más alto responsable de las investigaciones y las conspiraciones del servicio secreto británico contra la Unión Soviética y el agente más importante que la KGB tenía infiltrado en Occidente. Era el perseguidor y era también el perseguido. Era el héroe y el traidor. Adiestraba a agentes que iban a encargarse de misiones de conspiración y sabotaje al otro lado del telón de acero y se ocupaba al mismo tiempo de que fueran detenidos y ejecutados. Cuanto más eficazmente servía a sus superiores comunistas más prosperaba su carrera en el espionaje anticomunista. Y cada ascenso en respetabilidad y prestigio le ofrecía nuevas posibilidades de traición. Nicholas Elliott le organizó una fiesta de despedida cuando lo destinaron a Washington: quién más cualificado que Kim Philby para encargarse de la coordinación entre la CIA y el MI6 británico, en la época en la que más arreciaba la Guerra Fría, cuando había que salvaguardar como fuera secretos tan graves como los de las armas atómicas.
Philby huye a la URSS tras un encuentro en Beirut con su amigo ante un whisky, un cenicero y un balcón abierto
Graham Greene y John Le Carré escribieron novelas magníficas con estos materiales. Los dos fueron espías y sabían de qué hablaban, pero ninguna historia inventada se aproxima a los pormenores novelescos de la realidad, tan llena siempre de azares y de inverosimilitudes que la ficción no puede permitirse. Con los años y el desgaste de la tensión y del alcohol Philby se volvió descuidado, y las pruebas de su traición fueron cada vez más sólidas. Lo que lo seguía salvando no era su astucia suprema de espía, sino el hecho de que perteneciera a una clase social por encima de toda sospecha, que hubiera estado en Eton y en Cambridge, que viniera de una buena familia, que tuviera el acento adecuado y conociera a las personas a las que era preceptivo conocer. De una persona así era indecoroso desconfiar. En 1951 fue apartado cautelarmente del servicio, con gran indignación de sus amigos y de la mayor parte de sus colegas, entre ellos Nicholas Elliott, que no admitía la menor duda sobre su lealtad. Sospechar de Kim Philby le parecía tan inconcebible como sospechar de sí mismo.
El desenlace parcial de la historia lo cuenta Ben Macintyre en uno de esos libros que se adhieren a las manos desde el momento en que uno empieza a leerlos, A spy among friends. En 1963, en Beirut, en una habitación en la que solo hay dos sillas y una mesa, y un micrófono oculto, y sobre la mesa una botella de whisky y dos vasos, y un cenicero, delante de un balcón abierto, Nicholas Elliott está sentado frente a su antiguo amigo. Tiene la tarea de interrogarlo y de exigirle una confesión, porque ahora ya está seguro de que es un traidor, pero aun así no acaba de creer que sea cierto. El amigo de tantos años conserva la misma sonrisa, el mismo aire de calma irónica, de ligera fatiga, el mismo acento, los mismos modales impecables. Ahora está más viejo, hinchado por el alcohol, y bebe con más avidez, en el calor de Beirut. Ya no se molesta en desmentir las acusaciones. No parece importarle el sentimiento de ultraje que hay en la expresión del amigo traicionado. Las formas, en cualquier caso, no pueden perderse. Elliott interroga a Philby, pero no lo detiene ni hace que lo sigan. Esa noche Philby no se presenta en una cena a la que él y su mujer estaban invitados. Al día siguiente huye en un buque de carga soviético, camino de Moscú.
A spy among friends. Ben Macintyre. Bloomsbury.
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