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Entre la sorda barahúnda

'El saldo del espíritu' de Antonio Valdecantos es una defensa de los valores humanísticos

José Luis Pardo
'Las siete artes liberales' de Francesco Pesellino.
'Las siete artes liberales' de Francesco Pesellino.

La situación de quienes se encuadran en el ámbito administrativo de las “humanidades” es, en nuestro país, muy curiosa. Por una parte, desde el punto de vista educativo, son víctimas de una estrategia de “adaptación” de las instituciones al modelo social neoliberal que objetivamente les convierte en una minoría políticamente marginada, laboralmente precarizada, y prácticamente desmantelada en lo que hace a su actividad autónoma. Por otra parte, el único nicho que actualmente se les ofrece como refugio de salvación in extremis es un discurso perteneciente al campo “cultural”, que combina su plena sumisión a las mencionadas estrategias con una retórica —hueca, ideologizada y fundamentalmente impúdica— que se hace constantemente lenguas de la importancia de las “humanidades”, del “humanismo”, de los “valores”, de la “ciudadanía” y del “espíritu” para intentar ganar, en el desarbolado y liberalizado mercado de la “industria cultural”, parte de lo perdido en su suelo institucional natal, hoy vaciado de sentido y pervertido por los grandilocuentes programas de “modernización” y de “tecnologización” de un conocimiento convertido en mercancía averiada. Este “doble atolladero” coloca a quienes, como Antonio Valdecantos, han dedicado la mayor parte de su esfuerzo a la crítica de los dos extremos de esta falsa alternativa, en una posición complicada. Los apóstoles de la reconversión de la universidad en una máquina al servicio del mercado de trabajo (que en el caso de las “humanidades” transforma a los titulados en subempleados a perpetuidad) se las arreglan muy bien para presentar las resistencias a su proyecto de liquidación como una defensa corporativa de los privilegios perdidos por unos “intelectuales” antediluvianos, igual que los mandarines del tinglado cultural (que han tenido que pasarse apresuradamente al sector privado) les acusan de ser los portavoces inadaptados de una clase media que no quiere resignarse a su necesaria extinción, porque ven en quienes erosionan su vana elocuencia “humanística” una amenaza para su pequeño negocio.

Pero, por muy difícil que resulte esta posición, este libro de Valdecantos —uno de los pocos españoles nacidos después de 1960 que aún sabe dónde se ponen las comas, cosa que ya sería suficiente motivo de regocijo en cualquier país letrado— nos muestra con toda honestidad que la única manera eficaz de defender los “valores”, las “humanidades”, la “cultura” y la “ciudadanía” consiste justamente en atacar con todas las armas de la inteligencia esa ideología barata y obscena que a todas horas hace bandera de tales palabras mientras evacua su contenido, y que no es sino la otra cara del mismo aparato de argumentos falaces que sirve para allanar y devastar los sistemas de enseñanza e investigación en este campo y para destruir sus cauces de expresión colectiva. Precisamente porque los pocos que viven (mal) de la filosofía lo hacen gracias a la tácita convicción de que se trata de una materia que quintaesencia la cultura y que hace a quien con ella se roza más sensible y cultivado, es preciso que sean ellos mismos quienes proclamen a los cuatro vientos lo que nadie quiere oír, a saber, que la filosofía no forma parte de la cultura y que a menudo es su más encarnizada enemiga, y que la política cultural dominante es a menudo la inversión del dictum de Walter Benjamin (“todo documento de cultura es un documento de barbarie”), es decir, que consiste en convertir en cultura la barbarie, como hacen las empresas de conmemoraciones que explotan el pasado a beneficio del presente convirtiéndolo en “acontecimiento cultural”.

No se pierdan las páginas que, en mitad de “la sorda barahúnda de la ideología contemporánea”, se dedican específicamente a los “valores”. Vivimos en un tiempo en donde no pasa un día sin que las autoridades morales decreten la necesidad de educar en valores y de procurar liderazgo ético a la desnortada adolescencia, sin preguntarse siquiera qué valores hay que buscar o qué es lo que merece la pena liderar, al estilo nihilista de las escuelas de negocios. Creen estos ideólogos baratos que los “valores” son fórmulas magistrales de cuya distribución en masa puede encargarse al Ministerio de Educación —que los incorporará en los miniordenadores portátiles que garantizan en las aulas el futuro de nuestra fuerza de trabajo— para insuflarlos en la clase de “educación para la ciudadanía” o en cualquier otra, dada su transversalidad, y explotan la equívoca nostalgia de unos viejos buenos tiempos (“entonces sí que había valores…”) cuyo retorno nadie podría hoy soportar. Han inundado también las universidades de este discurso insustancial, cuyo choque frontal con el rigor científico han conseguido disimular presentando a este último como el rancio amaneramiento de las mucetas y birretes del traje académico tradicional que obstaculiza el progreso, porque saben que mientras subsistan esos “anacronismos”, como dice Valdecantos, habrá una fuerza capaz de impedir el naufragio o, si este es inevitable, capaz al menos de distanciarse irónicamente de él y de llenar de arena sus engranajes.

 El saldo del espíritu. Antonio Valdecantos. Herder. Barcelona, 2014. 259 páginas. 16,90 euros

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