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La heterodoxia y solvencia de Dobry

Tras siete años de silencio, el poeta argentino reúne nuevos versos en 'Contratiempo'

Edgardo Dobry visto por Sciammarella
Edgardo Dobry visto por Sciammarella

La gramática de los indios hopi posee una marca verbal con la que indicar las acciones que, enunciadas dentro de un relato, se resolverán en negativo. Si la oración nos está contando acerca de alguien que intenta escapar sin buen fin de sus enemigos, el verbo ostentará esa categoría modal que Whorf bautiza como “impotencial”. Se trata de una especie de señal morfológica de ineficacia de la que nuestros idiomas europeos deberían estar provistos, y bajo cuya sombra retórica parece ampararse todo el nuevo libro de Edgardo Dobry (Rosario, Argentina, 1962), titulado precisamente con la sugerente antinomia de Contratiempo. Un contratiempo es, desde luego, un incidente que interrumpe el cumplimiento o cierre de un proceso que, abortado, se bifurca en movimientos opuestos: “Apretó, arrojado al ascensor, / el primer botón que había: siglo XX. / Después se fue la luz y la puerta / de la escalera era tapiada. / No le preguntes cómo logró subir un piso. / ¿Ahora qué pasa? / ¿Te dormiste de costado y una estrella / te entró por el oído y se destiñe / en sueños ralos como larvas?”.

Libro por tanto marcado con esta seña de lo imposible, el impedimento que registra no nace de la impericia, sino, al contrario, de un rigor experimental y experiencial como pocas veces se da en la poesía contemporánea. De hecho, en sus publicaciones anteriores, El lago de los botes (2005) y Cosas (2007), Dobry ya había explorado diferentes opciones comunicativas del lenguaje poético. En este reciente su originalísima dicción, a golpes de impotencialidades declaradas, produce la sensación de escuchar aquella lengua extranjera en la que Deleuze cifraba la condición de la obra de arte: un idioma inédito, forastero, singular, un decir atravesado de identidades distintas e impedidas. A esta extranjería de la voz cooperan factores diversos que no siempre suman, porque la poética de Dobry tiene una soterrada vocación de entrechoque. Sin embargo, puesto que no hay otro modo, en su descripción habrá que proceder con un cierto orden, como si la suya fuera una propuesta concordante y habrá que señalar en primera instancia la concurrencia de tradiciones que se tejen en la superficie de un poema convulso —la Argentina de nacimiento y la Cataluña de residencia, la “sonrisa hebraica” y la peculiaridad rosarina, Leopoldo Lugones y Gabriel Ferrater, sobre los que Dobry ha escrito—. Al lado, hay que mencionar otra descolocación, la de la anacronía de su temporalidad, la mezcla de pasado y tecnología en el “agua radioactiva” o el “arcoíris de nafta” de sus paisajes, así como la competencia en recursos de que Edgardo Dobry hace gala y que a renglón seguido, dentro de una especie de escepticismo estilístico, desestabiliza para quebrar toda seguridad discursiva.

Libro marcado con la seña de lo imposible, el impedimento que registra no nace de la impericia, sino, al contrario, de un rigor experimental y experiencial

Dobry escribe con el ingenio de un John Donne conectado a la Red o con el manierismo posmoderno de un eléctrico poeta isabelino que pergeñe retruécanos, sinestesias, sinécdoques, paradojas, figuras de “estilo”, actualizándolas bajo la forma de fotocopias sin aura, de “post-it” abandonados “en el píloro” recién seccionado o bajo la oferta de “tres por dos” del supermercado. Todo para —desde ahí, desde esa asunción de una verbalidad foránea, ajena, inaudita a fuerza de poderosa— mejor impedirla y deshacerla. “La templanza es una lágrima que cae / como rastro en la mejilla de babosa. / En la caja tu selección de marca blanca / rima una sola nota interpretada / por un ensamble de cinta y ciberpájaro”.

Pero lo importante es que esta fortísima dicción, esta discursividad sin debilidades, se argumente justo para contar lo contrario, la impotencia en tanto rasgo implícito de la escritura que, al menos en su suerte contemporánea, no consigue alcanzar la condición de acto real. Por eso, por habitar una “zona necrosada”, la metáfora deshecha que exhibe, el símbolo desventrado que concita opera como el relojero frente al mecanismo desmontado de una maquinaria perfecta que ahora desnude, inútiles, sus resortes: operación de lastrar el lenguaje, de enseñar su fragilidad mediante el trabajo en claroscuro de articular cada uno de sus más enérgicos recursos. Resulta entonces que ya “lo que puedes decir está quemado” y el final deviene en “la coreografía de las horas, / frases largas, letanías. / discurso es equipaje de mano, / el pensamiento iba en bodega / y se perdió”.

El huido acaba siempre entre las fauces

Si la irreverencia es una prerrogativa del verso —como el propio Dobry ha confesado alguna vez—, su reciente libro se instala en la heterodoxia más disolvente por la vía de la solvencia y el constructo. De hecho, el corazón estilístico en que se inscribe lo ocupa una de las figuras menos aceptadas del acervo retórico, al sembrar el habla de faltas y deslices. Se trata del “montón de anacoluto”, que según Dobry nos habita y que implica un desorden, un caos de posibilidad insatisfecha. Parece decir y no dice o incluso dice lo contrario, al enunciar habilidades adversas, al estancarse en su misma progresión, como el Frank O’Hara de uno de los poemas que pretende “estudiar portugués en Bilbao / para poder ir a Brasil. ¿En Bilbao?”. Pero nombrando este tipo de error absurdo, de desavenencia básica, el anacoluto reduce todo misterio a un simple malentendido sin destino, dibujando un yerro patético que no culmina en ninguna forma de catarsis.

En realidad, más que una frase, es la variante retórica, cómica —hay grandes dosis de ironía en el libro de Dobry— y cotidiana de aquella vieja y heroica impotencialidad hopi: un tartamudeo ahora bajo la marca de lo torpe y disonante en pleno poema, la declaración —a su vez confusa— de la conciencia contravenida, contradicha, contraargumentada, en el que el discurso de hoy no puede sino resignarse a caer.

Visto de esta manera, el nuevo libro de Dobry resulta el dictamen tan melancólico como rabioso de un efecto inevitable: narra de la forma más capaz que el huido acaba siempre entre las fauces del perseguidor en el contratiempo sin avance que nos ha tocado como porvenir.

Contratiempo. Edgardo Dobry. Adriana Hidalgo Editora. Buenos Aires, 2014. 97 páginas. 12 euros

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