Vampiros de nitrato
El punto de partida de 'Londres después de medianoche' remite a John Carpenter
En su novela Cementerio para lunáticos (1990), entrega central del tríptico que completan La muerte es un asunto solitario (1985) y Matemos todos a Constance (2002), Ray Bradbury colocaba dos versiones jóvenes de sí mismo y del maestro de los efectos especiales Ray Harryhausen en el centro de una excéntrica trama policial ambientada en una versión fantasmagórica del Hollywood de los años cincuenta. La pareja de investigadores se podría mudar en trío si el escritor también hubiese convertido en material de ficción a quien fue su otro compañero de viaje en fascinaciones mitómanas y deslumbramientos por lo fantástico: el obsesivo coleccionista y editor de la mítica publicación Famous Monsters of Filmland Forrest J. Ackerman, quien, por cierto, ya había sido absorbido por los universos literarios de Philip Jose Farmer —en ¡Cuidado con la bestia! (1969)—, David McDaniels —en The Vampire Affair (1966), novela derivada de la serie televisiva El agente de CIPOL— y David Gerrold y Larry Niven —en la humorada para iniciados The Flying Sorcerers (1971)—. Ackerman, fallecido en 2008, revive en las páginas de Londres después de medianoche, primera novela del mexicano Augusto Cruz (1971), para accionar el mecanismo de su apasionante trama cinéfila: la búsqueda de la legendaria película perdida de Tod Browning que da título a este libro, hermano en la distancia de la imaginativa y poderosa trilogía que Ray Bradbury dedicó a las sombras de Hollywood.
En Londres después de medianoche, Ackerman encomienda a un exagente del FBI, hombre de confianza de J. Edgar Hoover, la investigación del paradero de posibles copias escondidas, en almacenes o archivos privados, de una película con leyendas y maldiciones a cuestas. Un punto de partida que, inevitablemente, remite a El fin del mundo en 35 mm (2005), entrega de la serie Masters of Horror dirigida por John Carpenter, del mismo modo que esos rumores sobre la participación de vampiros reales en el clásico perdido activan la memoria cinéfila de La sombra del vampiro (2000), el singular fantaseo de E. Elias Merhige sobre el rodaje del Nosferatu (1922) de Murnau. La lectura de la novela de Cruz se convierte, así, en un incesante recital de guiños que acreditan el irreprochable conocimiento de causa del autor, que ha sabido integrar en su hábil construcción, con remarcable elegancia, un exhaustivo proceso de documentación que privilegia la obra y las aportaciones del especialista en cine de terror David J. Skal, en cuyos libros ya se palpaba una vocación narrativa que parece cumplirse en la obra de Cruz por afortunada delegación o a través de un proceso de fértil simbiosis.
El paradójico retrato que pintó Magritte del poeta británico Edward James, personaje que acaba teniendo un papel decisivo en la trama, podría servir de perfecto correlato simbólico para esta novela que, sin traicionar su voluntad de ejercicio de género, acaba abriéndose a lo hondo, construyendo un discurso sobre la paradoja de obsesionarse por ver lo que nunca podrá ser visto, la tensión entre el misterio y su resolución y la condena de la búsqueda de sentido y control en un universo regido por el caos y la pérdida —la idea de Hoover reflejado en los coleccionistas es extraordinaria—. Londres después de medianoche es algo bastante más raro que un debut con voz propia y planteamiento llamativo: es parte de esa noble y extraña familia a la que también pertenecen novelas como Flicker, de Theodore Roszak, y Tarzán en Acapulco, de Marcos Ordóñez.
Londres después de medianoche. Augusto Cruz. Seix Barral. Barcelona, 2014. 368 páginas. 19,50 euros (electrónico, 12,99)
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