La ciudad tomada
Privatizar el nombre de una línea de metro es una usurpación de algo tan público como el aire
El ecosistema complicado y frágil de la ciudad es probablemente la invención más valiosa que tenemos. La ciudad es un organismo que prospera y resiste en las condiciones más difíciles y que de pronto se hunde sin que nadie hubiera reparado en la cercanía del desastre ni en la velocidad de la degradación. En Europa, en algunos sitios de América Latina, la ciudad es una obra maestra tan completa que sus habitantes tienden, tendemos, a darla por supuesta, pero en toda la anchura continental de América del Norte apenas hay dos ciudades en el sentido pleno que la palabra tiene para nosotros: ciudades en las que ir caminando de un sitio a otro, o en un transporte público rápido y digno de confianza; ciudades en las que ir por ahí sin propósito, y además sin miedo, sin grandes obstáculos de obra pública insensata que aíslen unos vecindarios de otros, sin esos espacios inmensos y sin sombras ni árboles que a los urbanistas les dio por preferir durante algunas décadas terribles. Los planificadores urbanos han cometido y cometen de vez en cuando barbaridades tremendas, como puede verse en ciudades de América Latina en las que algunos de ellos, contratados y halagados por regímenes autoritarios, gozaron de una carta blanca impensable en países con mayor conciencia cívica y controles democráticos.
Por Washington Square iba a pasar una autopista, pero lo evitó la resistencia popular organizada por Jane Jacobs
La ciudad es un organismo muy complejo, hecho de un número casi ilimitado de iniciativas singulares, de muchas capas sucesivas, con tal número de conexiones e interdependencias que cualquier quiebro tajante o no muy pensado puede tener consecuencias catastróficas. Por eso algunas de las iniciativas urbanas más fértiles han surgido de la gente que vivía en lugares concretos, a diario, de abajo arriba, y han prevalecido, a veces de milagro, contra la insolencia de los dueños del mundo y la arrogancia intelectual, mesiánica y desastrosamente bien intencionada, de los expertos en diseñar perfecciones utópicas sobre un tablero de dibujo. Quien deambula una tarde fresca de sol por Washington Square, quien se sienta a comer un bocadillo, a mirar a la gente sin hacer nada, a observar las nubes viajeras sobre las cornisas altas de los edificios, a escuchar a un trío de músicos de jazz, no imagina que esa plaza de Nueva York, claramente uno de los lugares memorables del mundo, estuvo a punto de ser destruida, a principios de los años sesenta, en el momento cumbre del urbanismo despótico y la rendición incondicional a los coches: parece mentira ahora, pero a través de Washington Square iba a pasar una autopista de cuatro carriles en cada sentido, y no fueron precisamente arquitectos ni urbanistas los que evitaron la catástrofe. Fue una mujer valerosa y autodidacta, Jane Jacobs, que vivía con su familia en ese vecindario, en la calle Hudson, otra obra maestra involuntaria de ecología cívica, y que llevaba a sus hijos a jugar cada día a Washington Square. Gracias al movimiento de resistencia popular que organizó Jacobs, en colaboración con el gran Lewis Mumford, y con otras dos bravas mujeres, Margaret Mead y Eleanor Roosevelt, no sólo se salvó Washington Square: también se logró que fracasara otro proyecto ya aprobado y más insensato, otra autopista, desde luego, más ancha todavía y elevada, que atravesaría todo el sur de Manhattan, por encima del Soho, Little Italy, Chinatown y el Lower East Side. Uno piensa que todas las cosas que le gustan son naturales, inevitables, duraderas: pero todo ese paisaje tan tupido, humano y urbano, de Greenwich Village, por el que es tan grato perderse o salir a tomar algo o simplemente ir al trabajo, estuvo a punto de desaparecer.
Los expertos, los dueños de las jergas especializadas y prestigiosas en cada momento, tienden, a veces incluso con la mejor voluntad, a disuadir de levantar la voz a los no provistos de credenciales oportunas, a los aficionados, a los ignorantes usuarios. Pero fue esa aficionada, Jane Jacobs, tocada por el talento inflexible de ciertos neoyorquinos para llevar la contraria, quien además de liderar la movilización de la ciudadanía contra los planificadores tiránicos escribió uno de los libros mejores que pueden leerse sobre la vida de la ciudad y en la ciudad, The life and death of the great American cities.
La Gran Vía se ha convertido en un zafio shopping mall de franquicias y no se puede ya casi caminar por plazas ocupadas por mesas de bares
La democracia la inventó gente que paseaba por la calle, iba al mercado, se sentaba a discutir en las plazas de las ciudades griegas. La democracia y la ciudad son la una el espejo de la otra porque las dos consisten en el uso libre y conflictivo, pero nunca violento, del espacio público, que es el lugar de encuentro entre los intereses y los empeños de cada uno y los valores comunes a todos; valores que no tienen nada de sublimes, ni de abstractos, porque consisten en la organización práctica de lo muy variado y complicado, la búsqueda de soluciones factibles que beneficien a la mayoría y respeten a los que por un motivo u otro son minoritarios o se queden al margen. Por eso ofenden tanto a nuestro instinto democrático las ocupaciones insolentes de lo que es de todos, la privatización de lo que por naturaleza es público, el uso de la calle, la tranquilidad de ir por ella sin miedo a que nos asalten o a que nos humillen y sin necesidad de recluirnos en urbanizaciones cerradas o en centros comerciales patrullados por vigilantes con pistolas.
Como la ciudad es un lugar tan simbólico, los símbolos, los nombres son fundamentales en ella. Y hay que tener una idea muy bárbara de lo que es la vida ciudadana para vender a compañías privadas los nombres de los espacios y los servicios públicos, para dejar que las aceras y las plazas sean completamente ocupadas por terrazas de restaurantes y por esas armazones brutales que se usan ahora en España para burlar las prohibiciones de la ley antitabaco. Vuelvo a Madrid y tomo el metro y cada vez que oigo por los altavoces el nuevo nombre de la línea 2 o la estación de Sol me siento ultrajado en mi ciudadanía. Los nombres son tan públicos como los lugares que designan. Privatizar el nombre de una línea de metro llamándole “Vodafone” es una usurpación de algo tan colectivo y público por naturaleza como el aire de la calle, como las palabras del idioma.
Da escalofrío pensar que una ciudad como Madrid, tan rica de texturas, tan resistente a tantos infortunios, lleve tantos años en manos de una derecha oscurantista, analfabeta, entregada a todos los especuladores, capaz de permitir que la Gran Vía se convierta en un zafio shopping mall de franquicias, que no se pueda ya casi caminar por plazas ocupadas en su totalidad por mesas de bares. Hay una privatización de la mirada igual que la hay de los nombres y de los lugares. Una noche caliente de julio, todavía con la extrañeza del regreso, llegamos a la plaza de la Villa de París y está cerrada y vallada por obras, ocupada por máquinas y zanjas. Era una de las pocas plazas de Madrid en la que todavía se disfrutaba tranquilamente del espacio público. Ahora parece que la van a ocupar el Tribunal Supremo y la Audiencia Nacional con el desapego insolente hacia la ciudadanía que suelen mostrar en España las instituciones oficiales. Nos hace falta una Jane Jacobs, una urgente sublevación cívica.
Muerte y vida de las grandes ciudades. Jane Jacobs. Presentaciones de Zaida Muxí, Blanca G. Valdivia y Manuel Delgado. Traducción de Ángel Abad y Ana Useros. Capitán Swing. Madrid, 2011. 487 páginas. 22 euros.
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