Lloremos, pero de risa
En tiempos en que el ingenio desborda las redes sociales, los libros de humor se multiplican
Esta página debería empezar con un chiste, pero empieza con una definición, dos definiciones. La primera: “Humor: facultad de parodiar las propias convicciones, o sea, de pensar”. La segunda: “Crisis: periodo trágicamente fértil”. Su autor es el hispanoargentino Andrés Neuman, que ha recogido en Barbarismos (Páginas de Espuma) casi mil palabras pasadas por el ingenio y ordenadas alfabéticamente, como si Gómez de la Serna hubiera completado el Diccionario de tópicos de Flaubert. Cuentan que Heinrich Heine, poeta alemán, hombre serio, dijo en su lecho de muerte: “Dios me perdonará, es su oficio”. Antes había dicho que “después del llanto más sublime acaba uno por sonarse”, y ése parece el estado de ánimo de una multitud de autores empeñados en que el rechinar de dientes de la crisis no sea incompatible con reír a mandíbula batiente. En tiempos en que un informativo satírico como El Intermedio (La Sexta) saca medio millón de espectadores al Telediario de la noche y en los que basta la metedura de pata de un político machista o la abdicación de un rey para que las redes sociales se llenen al minuto de comentarios jocosos y juegos de palabras, la literatura de humor ha ido ganando espacio, es decir, ampliando el cultivado durante años por escritores como Eduardo Mendoza, Juan José Millás, Antonio Orejudo o Juan Aparicio Belmonte. Mientras las recopilaciones de monólogos o de viñetas firmados por cómicos de la tele son ya casi un género literario y veteranos como Forges o El Roto siguen publicando libros regularmente, varias editoriales explotan la vena humorística. La Conjura de la Risa se llama, precisamente, la colección que acaba de lanzar Anagrama con obras de John Kennedy Toole, Tom Sharpe, Arto Paasilinna o Alan Bennet. Entretanto, Blackie Books, lleva tiempo recuperando la narrativa de Enrique Jardiel Poncela, cuya Poesía completa publicó meses atrás el sello Hiperión. Por otro lado, el compositor Benet Casablancas acaba de reeditar El humor en la música (Galaxia Gutenberg) y hasta el último premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, con autores como María Zambrano y Umberto Eco en el palmarés, ha ido a parar este año a un dibujante, Quino.
¿Son las crisis para el humor esos periodos “trágicamente fértiles” de la definición de Neuman? ¿Funciona mejor en tiempos revueltos? El historiador argentino José Emilio Burucúa, autor del ensayo La imagen y la risa, evoca el latino castigat ridendo mores (corrige las costumbres riendo) para concluir que “los revoltijos sociales multiplican la producción de obras satíricas”. Con todo, cuenta que en la Argentina actual no hay revistas de ese cariz como Le Canard Enchaîné en Francia o Mongolia y El Mundo Today en España: “Paradójicamente, sí las hubo en las peores épocas de la derecha peronista y de la dictadura militar. Fueron famosas Satiricón y, sobre todo, Humor que, con gran calidad, se atrevió a ironizar hasta sobre la tortura ya en 1979”. Y apunta el nombre de dos columnistas satíricos actuales: “Uno en La Nación de los sábados (Carlos Reymundo Roberts) y otro en la revista dominical Perfil (Alejandro Borenstein); sus burlas contra el Gobierno son francamente desopilantes”. La mexicana Bárbara Jacobs responde a la misma pregunta con otra pregunta: “¿Ha habido tiempos no revueltos política y socialmente?”. Narradora y ensayista, Jacobs escribió con su marido —el cáustico Augusto Monterroso, fallecido en 2003— una célebre Antología del cuento triste, pero se licenció en Psicología en 1979 con una tesis titulada La risa. Veinte años después convirtió esa tesis en el ensayo Nin reír. Ambos le sirvieron para concluir que “nunca ha faltado el autor satírico que, aun a riesgo de su vida, puntualizara con su navaja particular la revoltura política y social de su tiempo”.
De la sátira y sus riesgos algo sabe el chileno Patricio Fernández, que en 1998 fundó con un grupo de amigos el semanario The Clinic, hoy una referencia en América Latina. La revista, cuyas páginas han ocupado autores como Nicanor Parra, Pedro Lemebel o Rafael Gumucio, no nació como tal sino como un panfleto para “festejar” la detención de Pinochet en una clínica de Londres, de ahí su nombre. “Y más todavía”, añade Fernández, “para molestar a sus defensores y herederos”. Ni que decir tiene que se molestaron: “Recibimos amenazas de bomba e incluso a mí me golpeó por ahí un insigne pinochetista. El giro que hizo The Clinic fue responder a la barbarie dictatorial con sátiras y sarcasmos en lugar de con gritos de rabia”. ¿Cuándo se dieron cuenta de que habían dado en el clavo? “Cuando descubrí que los hijos de los pinochetistas también se reían con nuestras burlas en la cara misma de sus padres, y hasta algunos de esos padres cuando nadie más los veía”. Para Fernández, en tiempos agitados es cuando el humor muestra toda su fuerza corrosiva: “A fin de cuentas, es la voz de la duda. Su mensaje de fondo es que nada es enteramente lo que creemos y que siempre pervive un resto de absurdo capaz de recordarnos que jamás la tragedia es completa ni ninguna verdad enteramente sagrada. Es un bálsamo democrático capaz de disolver las jerarquías con una eficacia mayor que la de cualquier fusil revolucionario”.
De lleno en la crisis española, Jordi Costa, responsable de la antología Una risa nueva. Posthumor, parodias y otras mutaciones de la comedia (Nausícaä), abunda en la idea: “Tiempos duros invitan a carcajadas fuertes. Cuando la realidad se degrada, la risa se convierte en un arma”. Un arma que se dispara cada día con un estímulo diferente. “Por eso es difícil impedir que se hagan chistes sobre el tema del momento”, dice refiriéndose a la reciente retirada de una portada de la revista El Jueves dedicada a la abdicación del Rey: “No ha sido un veto del poder, sino autocensura empresarial antes de que pasara nada, pero en estos días es imposible no bromear sobre la Corona”.
“Ocho apellidos vascos’ es graciosa y desdramatiza, pero llega 20 años tarde”, sostiene la escritora
y académica Carme Riera
Una demostración de que el humor depende del tiempo —el tema del momento— y del espacio es la movilidad de los tabúes sobre los que actúa. Carme Riera, narradora en catalán, académica de la RAE y profesora de la Universidad de Barcelona, señala dos de esos tabúes: el nacionalismo y los calvos. ¿Los calvos? “Sí, los hombres calvos”, insiste. “Si haces un chiste delante de uno se molesta. Igual que si haces una caricatura de Cataluña o Andalucía delante de un catalán o un andaluz”. Sabe de qué habla. En 2009 publicó la novela Con ojos americanos (Bruguera), una ácida visión de la realidad catalana vista por un estudiante estadounidense de paso por la Ciudad Condal. Aquella incursión humorística de la escritora mallorquina puso, cuenta ella, “de muy mal humor” a los nacionalistas. “Hubo quien dijo que eran lectores míos, pero que dejaban de serlo. Así son los nacionalismos, el catalán, el español y todos”. Un filón, por cierto, que explotan tanto Javier Pérez Andújar en la novela (con vodevil) Catalanes todos (Tusquets) como Javier Traité en Historia torcida de España (Principal de los Libros).
Si la caricatura identitaria ha tenido expresiones televisivas como Polònia (Cataluña), Vaya semanita (País Vasco) u Oregón Televisión (Aragón) ha sido su traducción cinematográfica la que ha marcado un hito con Ocho apellidos vascos, la película de Emilio Martínez Lázaro, la más taquillera del cine español. Carme Riera, sin embargo, tiene sus reservas: “No pasará a la historia del cine. Es graciosa y desdramatiza, pero llega 20 años tarde”. Autora del ensayo El ‘Quijote’ desde el nacionalismo catalán, en torno al Tercer Centenario, Riera advierte del riesgo de ceñirse al “tema del momento”: la caducidad. “Hay que elevar la anécdota a categoría”. ¿Un ejemplo? “Obviamente, el Quijote. Lo curioso es que en su época se leyó como un libro de risa, pero su prestigio le viene de que los románticos los leyeron como una obra seria, triste”.
“Somos nuestro sentido del humor y no una esencia profunda. Todos llevamos un payaso dentro”, afirma el cineasta Álex de la Iglesia
Es imposible hablar del humor en español sin hablar de Cervantes y sin que surja una pregunta: ¿por qué en una tradición literaria dada a lo chusco el humor tiene poco pedigrí? Bárbara Jacobs es categórica: “La gente toma en serio lo que no entiende y a la ligera lo que le llega al alma. Es un mecanismo de defensa clásico”. Del mismo hilo —defensa y ataque— tira el director de cine Álex de la Iglesia, que acaba de publicar su segunda novela, Recuérdame que te odie (Planeta): “El humor es un disolvente, un arma. Si alguien no te toma en serio tienes que poner más ahínco en defender tus argumentos. En el cristianismo el dolor está muy valorado y el humor no se considera una categoría sino un estado de ánimo. Para mí, sin embargo, es un método de conocimiento. Somos nuestro sentido del humor y no una esencia profunda. Todos llevamos un payaso dentro”. Para el director de Las brujas de Zugarramurdi, el humor tiene además un efecto incontrolable: “El gag tiene una estructura matemática. Te ríes o no, sin tiempo de pensar si te gusta”. Uno de sus referentes, confiesa el cineasta, es Enrique Jardiel Poncela: “Me obsesiona. No se le ha tomado en serio porque parece que en sus obras no hay nada debajo; lo que no hay es moraleja”.
Según el crítico Jordi Costa, vivimos una recuperación de Jardiel asociada a un cambio de sensibilidad en los cómicos y en los lectores. No es casual que José María Merino feche su prólogo a los citados Barbarismos de Neuman el 18 de febrero, aniversario de la muerte del “Gran Maestre del Sarcasmo”. “Ahora se le ve como un adelantado a su tiempo, sofisticado y cosmopolita”, explica Costa. “Durante años, asociado al franquismo, lo minusvaloraron, pero si lo lees sin prejuicios descubres que las suyas son novelas posmodernas que armonizan experimentación y sentido del espectáculo”.
A algunas de esas formas de vanguardia espectacular las ha bautizado Jordi Costa como poshumor, un género que no busca tanto la risa como el desconcierto y entre cuyos representantes estarían los cómicos de la generación chanante (con Joaquín Reyes a la cabeza) y el ultrashowman Miguel Noguera, que alternan los libros con el escenario o la televisión y que, de ponerse solemnes —muchos pasaron por Bellas Artes—, terminarían en la Documenta de Kassel. Si las imitaciones de los primeros no buscan mimetizarse con el imitado, sino caricaturizar su discurso —que no su voz: todos hablan con acento manchego—, el segundo trabaja con chistes que no terminan de construirse. “Todo chiste”, explica Costa, “tiene planteamiento, nudo y desenlace. Los de Noguera —texto, imagen— presentan la idea chocante desnuda”. “No es un trabajo de ingenio, es un registro de visiones sobrevenidas que han tenido la suerte de caer en gracia a una parte del público”, escribe Noguera en el reciente Mejor que vivir (Blackie Books). Entre ese público están, por ejemplo, los príncipes de Asturias, que hace unos meses acudieron a uno de sus delirantes ultrashows. Antes los reyes iban a los toros.
En su prólogo a La risa os hará libres (Planeta), una especie de cara B gamberra de los ensayos de Montaigne firmada por Dani Mateo (El Intermedio / Yu: no te pierdas nada), Javier Cansado —que hace doblete como prologuista en Demasiada pasión por lo suyo (Blackie Books), del chanante Raúl Cimas— recuerda con justicia que si no hubiera sido por cómicos como él todavía estaríamos con los chistes de Lepe. Fogueado en el monólogo —género al que Edu Galán acaba de dedicar el ensayo Morir de pie (Rema y Vive)—, Dani Mateo se pregunta cómo será el humor que viene: “Faemino y Cansado, Wyoming o Pablo Carbonell salieron en un tiempo muy festivo, los ochenta. Nosotros, también, a finales de los noventa. Tal y como están las cosas, no sé si habrá recambio. Tengo mucha curiosidad: veo a chavales en Internet haciendo cosas que no acabo de entender, pero que tienen cientos de miles de visitas. Igual en lugar de cómicos salen artistas conceptuales tirándose sangre por la cabeza”. Recién terminada en la Feria del Libro su sesión de firmas (y de fotos con móvil), Mateo concluye: “El éxito de El Intermedio demuestra que incluso en las peores circunstancias la gente necesita reír”.
Y de paso señala que, también fuera de las redes sociales el espectador prefiere corrosión a guante blanco. “Es cierto, vamos muy sin filtro”, dice. ¿Dónde está pues —tema eterno— el límite del humor? “El límite del humor es cuando deja de hacer reír”, argumenta Mateo. “Yo lo plantearía al revés, ¿dónde está el límite de la seriedad? El humor o tiene una función terapéutica o no sirve. Soy fan de los humoristas que me incomodan. Si no molesta a nadie es insuficiente”. Jordi Costa recuerda que la comedia es muy difícil de reglamentar, pero que existen temas que piden cuarentena dependiendo del umbral de tolerancia de cada uno: “Después del 11-S aparecieron muchas imágenes trucadas con las Torres Gemelas, pero a Gilbert Gottfried, el primer cómico que se atrevió a hacer un chiste sobre el tema, lo vapulearon. ¿Bromear es un impulso inevitable? No son los mismos comentarios escalofriantes que se leyeron en Twitter cuando mataron a la presidenta del PP de León que cuando la abdicación del Rey, que casi pide a gritos que el chiste sea inmediato. Tal vez el límite sea el dolor ajeno. Es cosa de tu propia conciencia”.
Acostumbrado a lidiar con la conciencia cada vez que plantea una entrega de The Clinic, Patricio Fernández argumenta que los que quieren poner fronteras al humor son aquellos —“reyes y sacerdotes”— que “dependen de ser tomados en serio para volver efectiva su fuerza”. “Aquello que no es para la risa”, dice el periodista chileno, “es el dolor del prójimo, salvo, claro, que ese otro también se ría con nosotros”. Dicho esto, matiza: “Existe el humor escapista, el chiste fácil e incluso el chiste cruel y bárbaro. Todos hemos visto en películas a los nazis riéndose de una víctima. El que se ríe del débil es un cobarde. La sátira, más bien, apunta a desarmar al poderoso, a mostrar al rey desnudo. En todo caso, son territorios difícilmente pontificables, porque desde el momento en que uno se pone a dictar cátedras al respecto, se abre una fisura de duda y el humor vuelve a encontrar tierra fértil para cultivar sus plantas venenosas”.
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