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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los nuevos intelectuales

Es una buena noticia que los economistas y sus ideas sean hoy relevantes en las conversaciones

Los temas de conversación cambian y, en estos interminables seis años de crisis, la conversación —en los periódicos, en las radios, en las televisiones— ha virado hacia la economía. Palabras que nos sonaban pero no entendíamos —deuda, déficit, prima, devaluación— han dejado de estar confinadas en los papers o libros académicos, los diarios económicos y las páginas de los generalistas que nunca leíamos y ahora están en todas partes. El sector editorial ha acompañado este cambio, y hoy parece más fácil que nunca hacerse con libros que nos ayuden a entender qué demonios significan estas palabras y cuáles son sus implicaciones para la sociedad. Tenemos ya en español magníficas biografías de Keynes y Marx —que no fue un economista, pero alguna influencia ha tenido en ese campo—, crónicas del enfrentamiento intelectual entre el primero y Hayek, la reedición en distintos formatos de la obra de todos ellos, historias del pensamiento económico como La gran búsqueda, de Sylvia Nasar, o de las crisis como la de Rogoff y Reinhart, y sorprendentes best sellers sobre la vinculación entre economía, política e instituciones, como Por qué fracasan los países, de Acemoglu y Robinson. Y después del verano llegará la traducción de Capital, el libro de Thomas Piketty sobre capitalismo y desigualdad.

Son todos ellos libros accesibles —sin embargo, al lector más le vale tener ganas porque, aunque claros, no son ligeros ni cortos—, como lo son también los escritos por economistas españoles sobre las particularidades de nuestra crisis y las posibles salidas de ella, un subgénero de inmenso éxito que ha permitido que economistas desconocidos por el gran público hasta ahora —como los integrantes de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada, César Molinas, José Carlos Díez, Vicenç Navarro, Daniel Lacalle o Santiago Niño Becerra, entre muchísimos otros— se hayan convertido en líderes de opinión. Sus libros se venden mucho, participan en tertulias y páginas editoriales, y su influencia crece y crece: son los nuevos intelectuales.

Esto puede ser una buena noticia. Durante demasiado tiempo, el debate público ha estado más dominado por cuestiones morales —imprescindibles pero insuficientes— que por análisis de datos —insuficientes pero imprescindibles— y, en ese sentido, nos viene bien que se sumen a la gran conversación técnicos que puedan ayudarnos a salir del crónico noventayochismo de nuestros viejos debates intelectuales. Si la sociedad, como decía Max Weber, tiende a una racionalización cada vez mayor, ¿qué mal nos pueden hacer las voces de esta gente de razón, ciencia y objetividad? Ningún mal, por supuesto. Sin embargo, ahora que tantos economistas se han convertido en tribunos, quizá debamos recordar qué es un economista. Para empezar, un economista no es un especialista en hacer predicciones, a pesar de que los medios les pidan constantemente que hagan precisamente eso. Además, los economistas no carecen de ideología: sería agradable pensar que la suya se ha formado después de estudiar datos empíricos, pero es muy posible que no sea así y que más bien seleccionen los datos empíricos que mejor encajan con sus ideologías. Y también es relevante recordar que los economistas tienen un conocimiento sobre el funcionamiento de la economía superior al de los demás, pero que su competencia en asuntos como los partidos, el diseño de políticas o la resistencia de la sociedad a las reformas no tiene por qué ser mayor que la de cualquier otro ciudadano bien informado.

Definitivamente, creo que es una buena noticia que los economistas y sus ideas sean hoy relevantes en nuestra conversación. Pero es posible que a algunos de estos nuevos intelectuales les haya pasado como a parte de los viejos: que la exposición mediática y la agradable sensación de influir les haya convertido en osados opinadores sobre cualquier cosa imaginable, les haya convencido de que tienen la solución definitiva para todo o les haya hecho creer que la sociedad es un poco tonta si no les hace caso. Los nuevos intelectuales son distintos de los viejos, pero se parecen en que los focos les deslumbran por igual.

Ramón González Férriz es autor de La revolución divertida.

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