Una ceremonia de la memoria colectiva
La reposición en febrero pasado de 'Oh qué bonita es la guerra' recupera una función que mezcló géneros y modificó la visión imperante de la I Guerra Mundial
El pasado febrero tuvo lugar en el Theatre Royal de Stratford, un barrio del East End londinense, la reposición de Oh what a lovely war (Oh qué bonita es la guerra) (1963), dirigida por Terry Johnson, que celebraba el cincuentenario de su estreno y recordaba, para no olvidar su horror, el centenario del comienzo de la I Guerra Mundial. El espectáculo revolucionó la escena británica de la época. En el Theatre Royal, un viejo music hall victoriano, se había asentado diez años antes el Theatre Workshop, un grupo pionero, casi comunal, liderado por Joan Littlewood y su compañero Gerry Raffles, cuyos modelos eran Meyerhold y el TNP (“elitista para todos”) de Jean Vilar. Allí tuvo lugar el estreno en inglés de Madre Coraje, de Brecht, protagonizada y dirigida por Littlewood, así como A taste of honey, de Shelagh Delaney, y The hostage,de Brendan Behan.
En 1962, justamente en el aniversario del Día del Armisticio, Gerry Raffles escuchó un programa de radio de la BBC, a cargo de Charles Chilton, sobre las canciones de la I Guerra, y tuvo la idea de armar un espectáculo sobre la contienda. Los integrantes del Workshop, que se habían encargado de remozar el Royal y prácticamente vivían allí, comenzaron a buscar materiales históricos y testimonios de padres y abuelos, inaugurando un sistema de trabajo insólito para la época y que luego sería el eje de grupos como Joint Stock. Basándose en libros que narraban la vida diaria de los soldados, como The Donkeys, de Alan Clark, y los recuerdos de los supervivientes, desarrollaron una serie de improvisaciones creando, a la brechtiana usanza, un género nuevo: el “musical documental”.
El maestro de ceremonias era Victor Spinetti, que se convirtió en el actor favorito de los Beatles y participó en todas sus películas. Los integrantes del Workshop vestían trajes de pierrot y daban vida, en clave de humor, a una treintena de personajes, pero la gran idea de Littlewood y Raffles fue contrastar las canciones, sentimentales y propagandísticas (It’s a long way to Tipperary, I’ll make a man of you, Pack up your troubles, Keep the homefires burning y un largo etcétera) con proyecciones del número de bajas de cada batalla y durísimas imágenes de las mismas.
El efecto emocional fue devastador. La función, contó la directora en sus memorias, se convirtió en una ceremonia de la memoria colectiva: noche a noche, tras la caída del telón, muchos espectadores se quedaban en la sala y contaban lo que habían vivido o lo que les habían contado sus mayores.
Buena parte de la conservadora crítica londinense de entonces les acusó, para variar, de izquierdistas trasnochados e ingenuos, salvo Kenneth Tynan, que celebró la novedad de la propuesta, y Charles Marowitz, que dio en la diana con esta frase: “La obra no es el producto de cinco semanas de ensayos, sino de diez años de búsqueda”.
Hará un par de meses, Michael Billington, el crítico de The Guardian, con motivo de la conmemoración del cincuentenario, escribía que Oh what a lovely war demolió la separación entre escenario y platea, algo inconcebible en la rígida escena del momento, y mezcló géneros con deslumbrante fluidez, pero, sobre todo, modificó la visión imperante acerca de la I Guerra. Hasta entonces, ningún espectáculo popular había expresado el punto de vista de los combatientes de a pie, ni mostrado los intereses económicos que cimentaban el conflicto. Era una obra radicalmente pacifista, en las antípodas de la mítica dominante, que llevaba cuarenta años camuflando de patriotismo la realidad de los diez millones de muertos, veinte millones de heridos y siete millones de desaparecidos.
El censor Lord Cobbold se negaba a autorizar su salto al West End, hasta que la princesa Margarita, tras asistir a una representación, le comentó en una fiesta: “Lo que se dice en el Royal de Stratford debería haberse dicho mucho antes, ¿no cree, Lord Cobbold?”. Así, a los pocos meses, Oh what a lovely war pasó al Wyndham’s, y en 1964 cruzó el océano para afincarse en el Broadhurst Theatre de Broadway, donde se llevó cuatro Premios Tony. La fama del espectáculo se extendió también por Europa —en España se publicó el texto en 1969, en la colección teatral de Cuadernos para el Diálogo—, y ese mismo año la llevó al cine Richard Attenborough en una versión carísima, tan bienintencionada como pomposa: su tocayo Richard Lester hubiera sido, en mi opinión, el director ideal.
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