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LLAMADA EN ESPERA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El Greco en Toledo

Philip-Lorca Dicorcia, Vik Muniz o Shirin Neshat, cada uno a su modo, han releído en Toledo a su más ilustre habitante, El Greco

Estrella de Diego
'Alison 1', de la serie Toledo, 2013, de Shirin Neshat.
'Alison 1', de la serie Toledo, 2013, de Shirin Neshat.Ivorypress

Se vaya donde se vaya las colas lo ocupan todo. La ciudad, siempre poblada, ha redoblado las visitas en este año de conmemoraciones. Por eso, paseando por Toledo un sábado por la tarde cualquiera, cuesta a veces saber si la cola pertenece a una exposición o si por el contrario es la entrada a un local de moda o un botellón callejero. Al final los turistas se mezclan con las gentes del lugar en un juego que recuerda mucho al cruce de culturas de hace siglos, esos años en que España, antes de volverse inquisitorial, era un país multicultural avant la lettre.

Una segunda mirada desvela las diferencias y los camuflajes. Muchos llevan un mapa en la mano y nadie es capaz de ayudar a desentrañar un destino misterioso hasta el cual no consigue guiar el GPS del móvil porque en las callejuelas angostas y empinadas no llega la señal. Ya está. El farmacéutico explica con eficacia el camino a seguir, mientras otros turistas, con la botella de agua en la mano, buscan su meta entre los innumerables vericuetos.

Después, inesperadamente, la tarde se va escapando y regresan las luces de El Greco, esa especie de cielos rotos y bellos, a ráfagas, con algo de tramoya, de eterno anuncio de tormenta. Va cayendo la noche, por fin, y Toledo se hace oscuro, inexpugnable: cada cosa vuelve a un lugar de origen remoto que impregna la magnífica ciudad, cruce de culturas y épocas, que se vacía y se silencia como un cuento —no, un presagio más bien—.

Es la fascinación de los grecos en Toledo, ese remedo de cielos en la realidad y el lienzo, sin terminar de entender —o no del todo— quién persigue a quién; quién corre tras las huellas de quién. Tal vez por esta redundancia fascinante una extraña emoción invade al turista atento, que ha venido a ver la gran exposición de El Greco y sus lugares, los retazos de su historia, y que termina por completar el viaje con otras exposiciones que planean sobre la memoria del gran artista.

Y la emoción ocurre de golpe al tropezarse con el conjunto de ocho polaroids, Con almuerzo incluido, de Philip-Lorca Dicorcia, una obra que ha capturado esos cielos y esa atmósfera del modo imponente en el cual el fotógrafo rapta el mundo. La obra es quizás, en apariencia, la más modesta de la exposición Toledo Contemporánea, comisariada por Elena Ochoa Foster e instalada en la antigua iglesia de San Marcos. Allí está a un lado, sola, en un espacio blanco que contrasta con el negro de la sala. El efecto al entrar es realmente impactante: un espacio apenas iluminado por las cajas de fotógrafos como Vik Muniz o Shirin Neshat quienes, cada uno a su modo, han releído a su más ilustre habitante, El Greco. Y presidiendo el espacio, casi un retablo de altar mayor, la obra fabulosa de Michal Rovner, con personajes que van y vienen apresurados —alusiones al mencionado cruce de culturas—, infinito movimiento que abruma y seduce y recuerda a ese exceso de las obras de El Greco, en las cuales las capas de actores del drama sacro se acumulan y casi se anulan. Es curiosa la enorme espiritualidad que se respira en este montaje donde se vislumbra algo de la ciudad a oscuras, vacía de visitantes, en la cual se vuelven a repensar el transcurso y los acontecimientos. Es, de hecho, la misma espiritualidad de Toledo que a veces se camufla tras el deambular de los turistas, pero que envuelve sus calles y sus cielos rasgados, de eterna tormenta, los que pintaba El Greco.

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