Toses y otros virus teatrales
"John Gielgud afirmó en una ocasión que el arte del teatro consiste en conseguir que el público deje de toser..."
Peter Brook decía que hay dos silencios escénicos: el que se percibe cuando los actores están conectados y el que brota cuando la tensión se resquebraja. El primer silencio está cargado de expectación, como cuando de pequeños escuchábamos un cuento o contemplábamos a un funámbulo sobre el alambre. El segundo es perceptible por sus alteraciones y recuerda, nos dice Brook, a una bombilla cuya luz se debilita por un bajón de potencia. No es mal sistema para medir la calidad de una representación, aunque me parece injusto cargarle el muerto a los cómicos porque hay públicos que también tienen lo suyo. Es cierto que a menudo la gente rompe a toser al disminuir el voltaje escénico o cuando los actores hablan bajo, como si se aclarasen los oídos y no la garganta, pero he escuchado toses crecientes cada vez que se decía en escena una verdad incómoda o una frase de difícil procesamiento, y ahí la tos era el equivalente de la clásica risa nerviosa.
John Gielgud afirmó en una ocasión que el arte del teatro consiste en conseguir que el público deje de toser. Hoy en día, sin embargo, tendría que ampliar bastante el arco de la frase. Pasaron a la historia (aunque no del todo) los crujientes envoltorios de los caramelos y las butacas gruñonas y llegaron en tropel los móviles: el que suena a media función; el que no suena pero relumbra porque su dueño considera imprescindible repasar su correo, enviar tuits o mensajes de Facebook, y, cumbre del cuajo, el que suena y es contestado, provocando la previsible algarabía o levantando la veda, que también se ha visto (y oído).
De un tiempo a esta parte abunda el llamado “síndrome de sala de estar” en sus tres acepciones: 1) Indagación identitaria (“¿Este no es el que salía en aquella serie que…?”), 2) Interpelación directa (“¡Plántale cara, chiquitín!”) y, 3) Deambulación mingitoria, que, como indica el término, consiste en levantarse a media obra (y a menudo desde mitad de una fila) para cumplir con un imperativo fisiológico. A propósito de la segunda, Carlos Hipólito recordaba, no sin ternura, la voz de una anciana que prorrumpía en un cariñoso “¡Trapaceiro!” cada vez que su personaje se disponía a enjaretar una de sus elaboradas mentiras durante un bolo galaico de La verdad sospechosa. A veces el cronometraje de la tercera acepción roza el pasmo, como cuando un espectador provecto se levantó en el preciso instante en que un actor (de quien no diré el nombre) comenzaba su mejor parlamento y regresó a la sala justo al acabarlo, desbaratando el cantado aplauso y provocando la ira jupiterina del intérprete: “Gracias a todos ustedes”, dijo, “menos a este caballero, que eligió muy mal momento para aliviar su vejiga”. Fue difícil, me contaron sus compañeros, bajar chistes a partir de entonces, porque el público se acurrucó como escolares pillados en falta. Y a la inversa: ha desaparecido, felizmente, la cavernaria tradición del pateo, pero aún quedan espectadores furibundos, como el que después de una función caminó hasta la boca del escenario y endilgó a la compañía en pleno saludo la siguiente crítica exprés: “Muy mal la obra, muy mal los actores, muy mal la dirección y muy mal todo”. Uno de los cómicos dijo luego: “Bueno, por lo menos no es de los que envía tuits a media función”.
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