Los comunistas se comen a los niños
Retrocedemos a marchas forzadas. No me extrañaría que resucitaran los viejos bulos Anne Applebaum ha escrito, 'El telón de acero', un importante ensayo de historia política y social
Retrocedemos a marchas forzadas. Escucho las declaraciones del secretario de Estado de Seguridad acerca de la necesidad de reforzar los mecanismos represivos para impedir las acciones de “infiltrados”, “radicales” y “violentos”, y siento al casi olvidado ciempiés franquista recorriéndome de nuevo la columna vertebral. Quién nos iba a decir que la cólera vecinal (mixtura de otras muchas cóleras) estallaría también en Burgos, sede del primer Gobierno faccioso (1938). A medida que aumenta el descontento y se agranda el abismo bíblico entre los cada vez más cresos Epulones y los cada vez más numerosos Lázaros (Lucas, 16, 19-31), la derechona se prepara a fondo para lo que pueda venir. Háganse una lista mental de los proyectos legislativos en marcha y díganme cuánto tiempo hacía que no respiraban aires tan cargados de palo y tentetieso. Quizás el Gobierno pensaba que los ciudadanos iban a seguir mudos, como los ushebti o estatuillas a imagen del difunto que los faraones gustaban incluir en su ajuar mortuorio. Si seguimos retrocediendo, no me extrañaría que resucitaran los viejos bulos, como aquel tan difundido de que los comunistas se comían a los niños. Leo estos días, precisamente, I communisti mangiano i bambini (Il Mulino, 14 eurillos), del profesor Stefano Pivato, en el que se cuenta que el truculento bulo se incorporó como motivo en la comunicación política de los años treinta —aventado por fascistas y sectores de la Iglesia—, tomando como excusa los terribles episodios de canibalismo que tuvieron lugar en la Unión Soviética durante las hambrunas de los años veinte y treinta. Berlusconi, que sería feliz presidiendo un Gobierno como el de Rajoy, resucitó el asunto en pleno siglo XXI, cuando explicaba a sus correligionarios de Forza Italia no solo que los comunistas se comían a los niños (uno piensa en el goyesco y genial Saturno devorando a sus hijos), sino que en la China de Mao cocían a los bebés para fertilizar el campo. Claro que hasta el mismo Vicente Ferrer, improbable santo patrón de los caníbales, estuvo a punto de merendarse un infante cocinado. Todo regresa, no solo lo siniestro. Ahí tienen, por ejemplo, el lanzamiento (con tele) de los tebeos de Hazañas Bélicas (Planeta de Agostini). Dejando aparte su elevado precio (7,99 a partir de la tercera entrega) y lo apresurado de la edición, lo cierto es que me ha divertido revisitar los tebeos de Boixcar (Guillermo Sánchez Boix, 1917-1960), publicados por Toray en los años cincuenta. Boixcar, dibujante hiperrealista y guionista de fondo moral, había luchado por la República, siendo después confinado en un campo de concentración francés. Sus historias, ambientadas en la Segunda Guerra Mundial y en otros conflictos del siglo pasado, dan prioridad a los dramas individuales en el marco de escenarios documentales en los que destaca la minuciosa investigación de ambientes, armas y uniformes, así como la influencia que sobre la puesta en página de sus guiones tuvo el cine bélico de la época.
Editor
En 1964, cuando el recientemente fallecido Josep Maria Castellet —uno de los grandes editores españoles (sí, sé lo que me digo) de la segunda mitad del siglo XX— entró a formar parte de la nómina de Edicions 62 en calidad de director literario, la producción de libros en catalán no llegaba a trescientos títulos por año. Hoy se editan en torno a 10.000, una cifra sustancialmente significativa para una población que maneja dos lenguas oficiales y que conforma uno de los lectorados más cultos del Estado. Del mismo modo que Carlos Barral consiguió romper el aislacionismo de los editores españoles en los años cincuenta y sesenta, Castellet —editor, escritor, crítico y excelente memorialista— contribuyó poderosamente a acabar con el obligado parroquialismo de la edición catalana, aprovechando con habilidad los intersticios y grietas de la censura franquista para ir ampliando la oferta de libros en una lengua considerada potencialmente sediciosa por los aparatos del Estado totalitario: el mismo año en que Castellet llegaba a la editorial en la que permanecería más de tres décadas, Edicions 62 publicaba los dos primeros tomos de ese monumento historiográfico que es Catalunya dins l’Espanya moderna, de Pierre Vilar, un libro cuya lectura sigue aclarando lo que otros insisten en oscurecer. Castellet, como Salinas, como tantos editores jóvenes de ahora mismo, aprendió el oficio tal como se hacía antes de que se convirtiera en un máster: con la práctica y observando lo que otros hacían. De Luis de Caralt —el editor falangista que lo empleó como corrector de estilo—, aprendió la minuciosidad. De Carlos Barral y Jaime Salinas (también autodidacta), para los que trabajó como lector en Seix Barral, el espíritu de equipo y el modo de bandearse con la censura y la cuenta de resultados. Y de sus colegas extranjeros, se fijó en la relación que establecía Giulio Einaudi con “sus” autores, en la generosidad de Giangiacomo Feltrinelli, en el pluralismo y la neutralidad ideológica de Claude Gallimard. En 1987, con motivo de la celebración del 25º aniversario de Edicions 62, Castellet publicó Què és un director literari?, un texto autobiográfico lleno de sabiduría práctica sobre el métier que resulta más útil que muchos de los truismos que se repiten en los cursos de edición: son solo seis páginas, pero les aseguro que su glosa daría para un trimestre lectivo.
Estalinización
1945. Tras la carnicería y el reparto de las ruinas entre los vencedores, comienza la reconstrucción de Europa. Stalin consigue ampliar el hinterland de la “sagrada patria socialista” ampliando su área de influencia a 12 países en los que se da paso a una forzada y rápida “sovietización”: serán las llamadas “democracias populares”. De cómo lo logró, qué resistencias encontró y cómo actuó en ellos la policía política en connivencia con los partidos comunistas locales trata El telón de acero (Debate), de Anne Applebaum, un importante ensayo de historia política y social que ha sido un éxito de ventas en Estados Unidos y llegará a las librerías españolas a mediados de febrero. La autora, una periodista de tendencia marcadamente conservadora que ganó el Pulitzer por su revelador Gulag (Debate), se centra especialmente en el impacto que la brutal estalinización tuvo en la población civil y en cómo se instauró la paranoia, la sospecha y el miedo entre los ciudadanos. La investigación de Applebaum se ha beneficiado de la apertura de archivos que no pudo conocer el húngaro François Fejtö, cuya seminal y voluminosa Historia de las democracias populares (publicada por Martínez Roca en 1971, agotadísima), alentada por Raymond Aron y el círculo de Les Temps Modernes, se publicó entre 1952 y 1969. Por lo demás, El telón de acero, certero en sus denuncias, se resiente de la incomprensión de la autora hacia el sentimiento muy extendido (sobre todo entre los intelectuales que apoyaron inicialmente a los soviéticos) acerca de la absoluta inoperancia y corrupción de los regímenes (muchos de ellos partidarios de Hitler) anteriores a 1939. En todo caso, llama poderosamente la atención que Applebaum no mencione ni una sola vez a Fejtö.
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