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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Santos

Incapaces de aceptar la imperfección de lo humano, tenemos que encontrar figuras puras e incontrovertibles, subirlas al pedestal de lo sublime para preservar un rayo de esperanza en nosotros mismos, en nuestra especie

David Trueba

Necesitamos santos. Incapaces de aceptar la imperfección de lo humano, tenemos que encontrar figuras puras e incontrovertibles, subirlas al pedestal de lo sublime para preservar un rayo de esperanza en nosotros mismos, en nuestra especie. Habitualmente la religión nos surtía de esas personalidades virtuosas, pero desde que se transparentó algo más el proceso de beatificación y conocimos las prisas, la mediocridad y la presión del dinero y el poder para alcanzar la gloria eclesial, también se nos cayeron esos mitos. Así que se ha complicado mucho la labor y los santos, en un mundo mediatizado y sometido al escrutinio permanente, no son fáciles de hallar.

Estábamos celebrando a nuestro santo de la transición, que es Adolfo Suárez, en vísperas del 35º aniversario de la Constitución, cuando llegó la noticia de la muerte de Nelson Mandela. Sobre Suárez se extiende el manto de santidad, a medias entre la fascinación por su enfermedad sin recuerdos y el aprecio tardío por las dificultades de su labor, hagiografías que moldean la verdadera personalidad contradictoria, llena de capacidades y carisma, pero también de las habilidades de gran embaucador, incluso del gran farsante aquel de la canción de los Platters que reinterpretó Freddie Mercury con The Queen en tiempos del CDS: “Estoy solo pero nadie se da cuenta”.

En el país de la valla con cuchillas en Melilla y la retirada del derecho a la atención sanitaria a los sin papeles, a Mandela se le rinde homenaje apreciativo por boca de ambiciosos empeñados solo en su permanencia personal. En el país donde los excarcelados jamás tienen un gesto de compasión para sus víctimas, un rasgo de grandeza tras la reflexión del penal, se loa la entereza y la abismal generosidad de Mandela tras sus 27 años de cárcel. Pero la santificación encubre que Mandela fue un político radical, un hombre con ideas de progreso y con ambición de cambiar el mundo. Es rara esa lectura desideologizada e incolora del Gandhi del apartheid. Chocante, salvo en la evidencia de que reclama al santo por encima de la persona. Si Nelson Mandela fue un santo y no alguien fieramente humano, nosotros podemos seguir comportándonos como unos miserables en cuanto pase el alivio de luto universal. En cuanto salgamos de misa, todos a pecar.

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