¿Para qué?
Hacía mucho tiempo que Zapatero había desaparecido de la vida pública. Y sospecho que nadie le echaba de menos después de su lamentable final de legislatura,
El peso pesado Richard Nixon no acude a la entrevista con el presuntamente liviano David Frost con el exclusivo propósito de lavar su imagen, convencer a la audiencia de su inocencia en la cloaca de Watergate y recordarle las hazañas que lograron sus virtudes como estadista. Pretende todo eso y de paso zamparse al frívolo peso pluma que se ha atrevido a desafiarle ante la cámara, pero ante todo Dick el Tramposo negocia que le paguen varios millones de dólares por contarle al pueblo norteamericano el gran presidente que fue. Milagrosamente, el ratón caza al gato en el último asalto, en un combate que tenía abrumadoramente perdido y que iba a suponer no solo su descrédito profesional, sino también la ruina económica a perpetuidad.
Hacía mucho tiempo que Zapatero había desaparecido de la vida pública. Y sospecho que nadie le echaba de menos después de su lamentable final de legislatura, después de aquella excesiva barbarie, digna de un cínico, un estúpido, o un jefe de Gobierno intolerablemente desinformado, en la que afirmó que no existía esa cosa denominada crisis. Y por supuesto, esta había disfrutado de absoluta impunidad para ser creada (el “tanto para ti y tanto para mí” debió de ser durante demasiados años la desvergonzada y fraternal regla común entre especuladores, banqueros y políticos) y ellos sabían quiénes eran los desgraciados que iban a pagar su salvaje coste. O sea, los de siempre.
La sensatez pretendía imaginar que el sentido de la vergüenza del estadista le había enclaustrado en un monasterio o en algún remoto lugar del que nadie había oído hablar. Pero el domingo volvió a la escena. Y sospecho que, a diferencia de Nixon, sin cobrar. Por hacerle un favor a los amigos de laSexta.
Ignoro la audiencia que lograron. Solo sé que en mi caso sentí el asalto del rubor y también de la mala hostia ante la meliflua y hueca retahíla de “no sé, prefiero no contestar, ya lo contaré en mi libro, la nada nadea etcétera”. Todo ello expresado con la gestualidad del actor más perdido y vacío. Cuando resalta como un logro memorable de su mandato lo del cheque-bebé, aquel invento destinado a pillar votos que premiaba democráticamente por tener hijos a los ricos y a los pobres, ya no sé dónde meterme. Eso sí, el término democracia le sirve para todo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.