Ceguera
Debe ser una cuestión ardua averiguar cada año a quién conviene otorgarle el Nobel de literatura

Se sabe de la excesiva afición al vino de aquel señor llamado Noé, pero no tenemos informes de que le apasionara la literatura. Estoy convencido de que si la ira divina volviera a desatar un diluvio universal y algunas personas que amamos los libros consiguiéramos milagrosa plaza en el arca salvadora de Noé, no nos importaría pasar allí dentro infinito tiempo, e incluso no sentir mínimas ganas de volver a salir al mundo exterior, si estuviéramos acompañados por las obras completas de Tolstói, Galdós, Proust, Joyce, Kafka, Pessoa, Kavafis, Borges, Cortázar, Mutis, Nabokov, Baroja, Valle-Inclán, Celine, Conrad, Cioran, Capote, Fitzgerald, Zweig y otros que mi agonizante memoria olvida, pero a los que la gran literatura no olvidará jamás.
¿Qué tienen en común estos maravillosos creadores de historias, de lirismo, de mundos que pueden resultarnos más familiares que nuestra propia realidad? Que se fueron al otro barrio sin que el Nobel, presunto juez supremo de la literatura, infalible oráculo, reconociera la grandeza de su arte. De lo cual podemos deducir que los enamorados lectores de esas obras somos tontos, o, bien, que los que no se han percatado de lo evidente, por ceguera mental o por razones pedestremente humanas antes que artísticas, son los jurados que llevan 106 años decidiendo quiénes son los mejores del gremio.
Debe ser una cuestión ardua averiguar cada año a quién conviene otorgarle el Nobel de literatura. En función no del exclusivo arte de expresar sensaciones y narrar historias mediante palabras impresas, sino de juzgar la conducta o la ideología de los creadores, distribuir el galardón en función de nacionalidades diversas, heterodoxos colores de piel, cuotas masculinas y femeninas, oportunismos relacionados con la política, esas cositas tan humanas.
Y, por supuesto, se lo han concedido a escritores cuya obra fue, es y será imperecedera. Pero si revisas la lista completa te puede asaltar frecuentemente la incomprensión, el estupor o el sonrojo. Probablemente, yo no hubiera leído al estremecedor, genial e imprescindible Coetze si no me lo hubiera descubierto el Nobel. O a Brodsky. Y me siento culpable de mi ignorancia sobre Alice Munro. Lo solucionaré. Por la influencia de ese Nobel tan ancestralmente injusto.
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