Mondoñedo es Cunqueiro
“Hubiera querido escribir la historia de mi ciudad como Thomas Mann hizo ‘Los Buddenbrook”, dijo el autor gallego
Escribió Juan Cueto en febrero de 1982, al año de la muerte de Álvaro Cunqueiro: “Mondoñedo ya no existe”. Todo había sido un espejismo literario “que se desploma cuando falta el narrador”. Ahora, continuaba Cueto, Mondoñedo “solo es ciudad de carne y hueso, piedra y cementerio, ferias de San Lucas y relojeros”.
Pero el Mondoñedo que le dio música a Cunqueiro, ese Macondo gallego tan vivo o tan ficticio como el país literario de García Márquez, con la misma intensidad que el Comala de Rulfo, ese Mondoñedo está metido en los huesos más secretos de la región inventada por su ilustre habitante.
Desde el cementerio donde yace hasta la casa que daba a la selva, y a la selva de su escritura, ahí está Cunqueiro, mirando con sus gafas grandes sobre la nariz ganchuda, sus manos apoyadas en el bastón con el que combatió los males de su precipitada vejez.
Ya no existe Mondoñedo con Cunqueiro. Pero Cunqueiro es una república aparte. Él es Mondoñedo, fue ciudad, valle, una selva literaria. Está, se aparece en las paredes que han dejado pasar el tiempo para convertirse en émulos de los paisajes finales de su amado Turner.
Las calles ya no acogen a Cunqueiro, aunque su nombre —y sus gafas— esté en todas partes, pero por aquí camina su literatura, se posa en la selva y en el musgo y da tanto gusto leerla como a él le dio escribirla. Está la casa natal y está la casa vital, donde pasó años mirando la selva.
Está la acera de sus paseos, el musgo; el hijo, César, que fue notario, y ahora es lingüista, narrador y poeta, dice que su padre lo llevaba por el pueblo, le hablaba de lo que pasaba en el país y más allá; era divertido y ocurrente, pero no llevaba consigo el equipaje de lo que luego se le ocurría en su escritorio iluminado por una de las imaginaciones más fértiles de la literatura del siglo XX.
En un recodo, mientras el hijo recuerda esos paseos, hay una puerta abierta a la nada, y detrás, bosque. Le digo que ahí su padre hubiera encontrado el espacio para mil leyendas. “No te quepa duda”. Lo boscoso, el misterio, el musgo que (dice Luis Cochón, profesor, escritor, cunqueiriano muy ilustre, que viene con nosotros) es la sustancia misma de la obra del autor de El hombre que se parecía a Orestes, te salen aquí al encuentro como si el propio Cunqueiro estuviera conduciendo aún el paisaje que se encontró de niño.
Otro César, el poeta César Antonio Molina, que seleccionó textos suyos y escribió mucho sobre Cunqueiro, al que se le debe la insistencia que durante años mantuvo vivo en librerías la obra diversa de su paisano, me había avisado: vete al cementerio. No te pierdas, me dijo, ese mundo que lo despidió, esa lápida. Ahora ese cementerio es un camposanto romántico en uno de cuyos nichos, arriba, está Cunqueiro diciendo que si alguien quisiera hacerle elogio, en la tumba tendría que poner “Aquí yace alguien que con su obra hizo que Galicia durase mil primaveras más”. Y eso dice, en gallego, una lápida que le da sentido a lo que ocurre alrededor, el silencio que habita su obra llena de resonancias marinas y de oquedades de la tierra.
Mondoñedo ya no existe o es otro sin Cunqueiro. Hay que buscarlo en las piedras y en los libros. César y Luis me señalan las paredes, que se parecen a las que el pintor José Hernández vio en los alrededores de la casa de Juan Rulfo, en Jalapa (México), o en aquellas nubes oscuras de Turner. Y para celebrar el Mondoñedo al que miraba Cunqueiro apuntan al musgo de los tejados. “Ver esas flores amarillas en la primavera sobre la pizarra es un espectáculo maravilloso”. Este hombre que nos sirve un refresco lo vio pasear por esta calle que se llamó como el dictador gallego y que ahora tiene el nombre de Alfonso VII, vete a saber por qué. Él sabe que Cunqueiro era “buena persona; la pena es que se marchó”. Pero está en todas partes. Ahora las tartas, hasta las recetas de cocina (y nunca escribió una receta, dice el hijo), llevan su nombre. Era, dice Luis, un vecino raro, apreciado por la gente. “Él decía que podía entrar hasta la cocina en todas las casas de Mondoñedo”. Y aquí, decía Álvaro, “hasta los locos me llaman de tú”.
Aparte de su estudio, donde la imaginación era más importante que los libros, hay un espacio real, e ideal, en el que se forjó la imponente recreación del mundo que acometió Cunqueiro y que recibe, entre otros, el nombre ficticio de Mondoñedo. Es, me señala Luis Cochón, la explanada del seminario, donde estuvo el mercado, esa conjunción de latines que escuchaba el escritor al tiempo que oía la voz de la calle. “De esa combinación entre la sabiduría y el sabor popular está hecha su obra”. “As tristes ruas, a ancha praza, a casa…”. Ahí escribía, pero el mundo era la selva, a su amparo nació la obra que ahora da sentido a la existencia de Mondoñedo, la ciudad “rica en pan, en aguas y en latín”.
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Le pregunté también a César Morán, poeta y músico, que escribió una tesis sobre Cunqueiro y que fue el último que lo entrevistó, qué es el escritor en relación con Mondoñedo. “Un árbol, un árbol de la selva. Mondoñedo es una paráfrasis de Cunqueiro”. El paraíso que nunca perdió. La melancolía y la alegría. Se consideraba, dice el hijo César, caminando ante la catedral, “feo, católico y sentimental, como Bradomín”. Un hombre que no soportaba la pedantería y que era capaz de pasear y leer al mismo tiempo. Al final de su vida, atacado por una diabetes que no quiso mirarse, abrazó la vida. “Si tengo que comer lechugas, prefiero morir”. Para él no había tiempo futuro: todo estaba en tiempo presente, esa puerta que da paso a la oscuridad podía llevarlo a inventar una historia que relacionara lo medieval con la camelia que veía nacer en ese instante. Era, comenta Luis, “una mezcla de saberes sacerdotales y la cultura del mercado”. Y tiene razón Cueto: sin Cunqueiro, Mondoñedo no sería la ficción literaria que construyó este hombre de nariz ganchuda y ojos melancólicos. ¿Y si volviera ahora, Luis, reconocería su ciudad? “Como la palma de la mano. El mismo musgo en los tejados. La misma historia”. Y escribe pausadamente, en lo blanco de la mancheta de EL PAÍS, esta frase que él recuerda de Cunqueiro: “Yo hubiera querido escribir la historia de mi ciudad como hizo Thomas Mann en Los Buddenbrook”.
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