El trovador que amaba a las mujeres
Y así acaba una vida extraordinaria. Podía tener antecedentes griegos, judíos e italianos, podía haber nacido en la cosmopolita Alejandría (3 de mayo de 1934), pero Joseph Mustacchi constituye una de las más bellas encarnaciones de la chansongala. Educado en el equivalente local del Liceo Francés, todavía era menor de edad cuando viajó a París y se quedó fascinado. Volvió a Egipto para convencer a sus padres de que había hallado su tierra prometida junto al Sena. En 1951, consiguió el permiso para instalarse en Francia, bajo la protección de su hermana mayor.
Sabemos que cumplió sus años de aprendizaje en la bohemia. Hizo de gacetillero, ejerció de músico callejero, incluso de barman. Fue en un piano-bar donde conoció a Henri Salvador, que se convirtió en el primero de sus paladines. También colocó canciones a Colette Renard, Yves Montand, Tino Rossi o su paisana Dalida. Aunque Georges Brassens le causó el máximo impacto y le hizo cambiar su nombre familiar de Giuseppe; felizmente, la devoción no degeneró en mimetismo.
En realidad, lo decisivo fue el encuentro con Édith Piaf, monstruo sagrado, criatura difícil de trato pero irresistible. La Môme le sedujo; él correspondió con L’etranger, Eden blues y, atención, la letra del inmortal Milord. Ese pasaporte de pasión le abrió muchas puertas.
Empezó a editar discos en los sesenta pero siguió siendo esencialmente un proveedor de canciones hechas a la medida de admiradores como Barbara —juntos interpretaron La dame brune— o Serge Reggiani. Según la leyenda, el actor-cantante le rechazó Le métèque. Ceguera o regalo, ese manifiesto fue convertido por Moustaki en himno global a partir de 1969.
Esa canción libertaria, con resonancias autobiográficas, transmitía esencias poéticas de Mayo del 68, aquella revolución frustrada que politizó a muchas figuras de la rive gauche. Moustaki se implicó sentimentalmente en movimientos trostkistas y mantuvo una discreta militancia de extrema izquierda: en las últimas elecciones presidenciales, apostó públicamente por el NPA (Nuevo Partido Anticapitalista). Sin embargo, aparte de La marche de Sacco et Vanzetti o Sans la nommer, generalmente evitó que su ideología se filtrara en su cancionero. Que creció con joyas del calibre de Il est trop tard, Le facteur, Il y avait un jardin, Voyage, Ma liberté.
Apostaba por la liberación personal con versos rotundos: “Declaro el estado de felicidad permanente / y el derecho de cada uno a todos los privilegios; / yo digo que el sufrimiento es cosa sacrílega / cuando para todos haya rosas y pan blanco” (Déclaration, 1973).
Se dejó crecer la barba, la melena; cambió de vestuario. Su imagen paternal, sus aires mediterráneos, le convirtieron en estrella internacional. No se trata de un dato trivial: los viajes alimentaron su música. Recuperó sus orígenes con Alexandrie, saludó a L’Espagne au coeur. Grabó piezas como Portugal (fado tropical) o Flamenco.
El dato esencial es que se enamoró de Brasil hasta las trancas. El país-continente se convirtió en una presencia constante en Moustaki. No únicamente por sus frondosas músicas, reconocía, también estaba la inspiración de sus mujeres. Como confesaba, alternando francés y portugués, la brasileña “no hace el amor, ama; / no camina, baila; / no habla, canta”.
Aprendiz de nuevo, se consagró a adaptar a Chico Buarque, Jobim, Vinicius y otros gigantes. Le ayudó el gran Francis Hime en orquestaciones. Amaba los retos: aceptó musicar un texto de su amigo Jerome Charyn, el francófilo novelista neoyorquino.
Creía sinceramente en pasar el testigo a las siguientes generaciones. Organizó un premio que llevaba su nombre y que destacaba anualmente un disco autoproducido de algún desconocido. Convocaba en el estudio a artistas insospechados, como el rockero Enzo Enzo o el femenizado Nilda Fernández. Lo hizo hasta en lo que sería su despedida, Solitaire (2008): allí se emparejó con talentos frescos de la altura de Cali, China Forbes, Vincent Delerm o Stacey Kent.
Uno de sus últimos empeños fue participar en el disco homenaje que le dedicó la barcelonesa Marina Rossell. Una enfermedad respiratoria le asediaba y le robó la voz; ella contaba anécdotas conmovedoras de la urgencia de Moustaki por comunicarse.
Podemos afirmar aquello de que exploró gozosamente todos los rincones del arte. No brilló como actor pero sí hizo bandas sonoras efectivas, en las que brotaron aciertos como Le temps de vivre. Publicó novelas, cuentos, memorias, dibujos. Bendito sea: aunque había proclamado en 1974 el derecho a la pereza, no se lo permitió a sí mismo.
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