Herir
El protocolo sigue siendo el mismo. Desde los tiempos fundacionales de la prensa, los reporteros de sucesos llegaban al portal de la víctima o del asesino y descerrajaban su buzón. Allí encontraban una carta cariñosa de la tía del pueblo o una factura sin pagar. En el mejor de los casos un extracto del estado de sus cuentas bancarias. Con eso y las indagaciones entre los vecinos del barrio componían para los ávidos lectores un apresurado retrato de los protagonistas del asunto. La información viajaba más acelerada —cuentan que la noticia de la toma de la Bastilla llegó a Madrid 13 días después—, pero el funcionamiento es el mismo.
En nuestros días, la prensa descerraja los buzones de Internet y las cuentas de Facebook y Twitter. Trata de llegar siete segundos antes que la policía a los datos que sirvan para componer el perfil de los criminales. En el caso de los dos terroristas de origen checheno que causaron el terror en la maratón de Boston, se encontraron con el filón de una familia tradicional, desperdigada y llena de tíos, madres, sobrinos y compañeros de clase deseosos de dar su opinión sobre los criminales. Lo de siempre, parecían unos chicos estupendos, nadie imaginó que tuvieran tanto odio dentro. Aún esperamos que tras un crimen, salga un profesor o vecino diciendo que desde el momento en que los puso el ojo encima supo que acabarían cometiendo una matanza indiscriminada.
El terrorismo hospedaba el delirio nacional o pasiones ideológicas. Consistía en magnicidios de odiados dirigentes. Pero hoy es distinto. En los días posteriores al atentado, aún sin pistas, el mundo se dividía entre los que preferían que acabara confirmándose la sospecha sobre el islamismo radical y los que anhelaban que las muertes fueran obra de lobos solitarios. Por una vez, la verdad contenta a todos. Los dos jóvenes golpearon Boston por esa razón oscura basada en el rencor, la desconfianza y el aislamiento, en el caso presente atesorado desde ambos lados del Atlántico. No hay victoria detrás, solo herir. Mellar la tranquilidad, amenazar de por vida a quienes consideran culpables de su destino. Lograr ese propósito depende siempre de la recepción general del acto. Y llevamos demasiado tiempo siendo víctimas de nuestra forma de reacción.
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