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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Igualdad

A la delincuencia de altura, económica y política, no debería provocarles el menor miedo eso tan insignificante de la alarma social

Carlos Boyero

Sería curioso rastrear el origen de las frases hechas y de los lugares comunes, la identidad y las circunstancias de la primera persona que inventa un término trascendente, vulgar o simplemente idiota que durante una larga temporada va a ser repetido hasta la náusea por todo tipo de gente (rectifico: por algún tipo de gente) para definir el estado de las cosas, para explicarse a sí mismos, para sentirse confortados en la seguridad de que su interlocutor también cree en esa verdad universal.

En épocas infaustas esas falacias tan populares pueden ser especialmente crueles y sarcásticas, a pesar de su involuntaria comicidad, aunque cualquier persona adulta y sin síntomas de graves trastornos psíquicos sepan que son mentira. Desde que llegó el desastre, o desde que algún original escritor de discursos monárquicos tuvo la brillante idea de que la solemne boca de su empleador pronunciara esa estratégica barbaridad de “la justicia es igual para todos”, suelo escucharla machaconamente en tertulias y entrevistas. Y los que impunemente sueltan esa consigna tan mema no se sonrojan, pretenden convencer a alguien de algo que es tan antinatural como lo de “todos los seres humanos poseen los mismos derechos y son iguales ante la ley”. Los animales más fuertes de la selva siempre han tenido la decencia de no ofrecer explicaciones a sus eternas víctimas. Las maltratan, explotan, humillan y zampan porque la vida siempre ha sido, es y será así, por lógica ancestral. Y punto. Su dominio, su brutalidad, la injusticia que representan desprecian el sentido de culpa; ni precisan de la farsa para engañar a los machacados débiles, ni apelan a la presunción de inocencia ante su permanente barbarie.

A la delincuencia de altura, económica y política, no debería provocarles el menor miedo eso tan insignificante de la alarma social, de que para apaciguar a la empobrecida, angustiada y deprimida plebe, el sistema haya decidido destapar una minoría de las generalizadas y abominables conductas de los dueños del tinglado. Y todos encantados en la convicción de que los intocables pueden ser juzgados, de que sale a la luz la corrupción ancestral, de que los auténticos malos serán enviados a las tinieblas, que una ingenua infanta sea interrogada sobre su convencimiento de que la turbia fortuna que compartía con su marido había llovido del generoso cielo.

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