Manuel Gutiérrez Aragón: “Nunca dejas de ser director de cine, a mí las películas me persiguen”
El director recibe la medalla de oro de la Academia de Cine, reconocimiento para un cineasta que dice que ha dejado el cine para a continuación dar pistas sobre cómo seguirá en el cine
En la mirada socarrona de Manuel Gutiérrez Aragón (Torrelavega, 1942) se abre la puerta de todo un mundo. Un mundo en el que se sobrentiende que hay que ser educado, incluso un señor en el clásico sentido de la palabra; en el que el humor empieza por la autoburla. Un mundo que físicamente lo conforman centenares de libros y decenas de esculturas africanas en un amplio salón, anuncio de lo que esconde una casa pensada para almacenar estos dos placeres. A las estatuillas, a los libros, a las películas y a Manolo —que así le llama todo el mundo— ayer la Academia del Cine le otorgó su Medalla de Oro, reconocimiento para un cineasta que dice que ha dejado el cine para a continuación dar pistas sobre cómo seguirá en el cine.
“Puedes dejar de hacer cine, pero nunca dejas de ser director de cine. Las películas me persiguen. Esto es como el rico que pierde su dinero: nunca será pobre, sino exrico. Por eso, mi sueño de haber llevado dos vidas, una como director de cine y otra completamente distinta con otro nombre como escritor, ha sido imposible”. Desde que dijo que dejaba el cine —tras películas como Habla, mudita, Demonios en el jardín, Feroz, La noche más hermosa, La mitad del cielo o La vida que te espera— el cántabro se ha dedicado a la literatura, y le ha ido bien, con dos novelas recibidas notablemente. “Desde siempre tuve claro que si me ponía a escribir, debía apartarme violentamente del cine, en plan separación amorosa: no puedes tener nueva pareja y mantener la anterior”.
Siempre ha hecho lo que ha querido —al menos, en el cine— y por eso abandonó el medio —que no la cámara, sigue con los documentales, “que es como el toreo de salón”—. “He rodado toda mi vida de la forma que me ha apetecido, y un demonio interno me avisó: intuí que eso ya no iba a ser posible. Y antes de que sucediera, me aparté. No quería estropear mi trabajo con películas que no fueran mías. Mi retirada se puede calificar de acto de coquetería. Y, de paso, vivo una alegría colateral: me dicen a la cara lo que soltarán de mí cuando muera”. Uno de esos daños colaterales es esa Medalla de Oro, que entre otras le entregó una de sus actrices fetiche, Ángela Molina, que jura que Manolo nunca dejará el cine: “Siempre llevas películas dentro, claro. A mí me obsesiona una sobre el valle de Pas, pero las posibilidades de rodarla son muy pequeñas. Quizás sea solo un sueño de pasiego o una manía senil”.
Durante lustros, Gutiérrez Aragón ha ido estrenando historias, muy cercanas todas a él, y sin darse cuenta ha conformado un recorrido político por España. “Ha sido una de las contradicciones de mi vida. Siendo como soy poco político, milité muy pronto en la resistencia antifranquista a regañadientes, por deber ciudadano. Y mi comportamiento como militante comunista tampoco fue llamativo. En las células de la facultad me decían: ‘A ver, Manolo, despolitízanos un poco’, porque era el escéptico del grupo. Y a pesar de todo estuve allí 14 años. El cine tiene un lado testimonial fascinante: toda película lleva un documental dentro”.
El premio le ha obligado a recordar sus inicios, a los consejos que recibió de joven. “Elías Querejeta, productor de Habla, mudita, me decía: ‘Manolo, deja que te hagan la película’. Es cierto, la vorágine y el caos del rodaje te absorben y te alejas de lo importante, la actuación. He sido fiel a su máxima, he sentido que siempre me han hecho la película, y ahora echo de menos a toda esa gente, a los técnicos, a los actores… Cosa que nunca sospeché. A los actores sobre todo, porque son la materia viva con la que trabajas”.
Puede que Gutiérrez Aragón sea artista político sin querer serlo, pero lo que sí es muy consciente es medio cubano. “Mi abuela era cubana, y la primera vez que fui a la isla en los años setenta sentí que no llegaba a otro país, sino que entraba de nuevo a la casa de mi abuela en Cantabria: olía, sonaba y se comía igual. Yo no me creí ningún discurso revolucionario de Fidel Castro porque hablaba igual que mi abuela”. Con Castro sí está de acuerdo con algo. “Se lo oí a él: para hacer la revolución necesitas un buen par de botas. Lo mismo decía Steven Spielberg: para filmar solo hacen falta ganas y un buen par de botas. Por el esfuerzo físico. Me he quitado de en medio, como hizo Buñuel o tantos otros”. Ahora, cuando se define enfadado por la situación actual —“al cabreo he llegado tras la perplejidad”— solo espera poder ayudar. “Me siento obligado a ayudar a los jóvenes a hacer películas como las que nosotros hicimos. Y a eso me voy a dedicar”.
Babelia
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