Arte contra la banalidad
El aparente eclecticismo de la época, que permite a autores como Pablo Picasso, Julio González y otros combinar el realismo con la abstracción o el surrealismo, oculta que sus obras desarrollaron algunos de los aspectos más importantes de la modernidad,
A lo largo de los siglos, el arte ha mantenido una relación muy estrecha con el poder, aunque no haya sido todo lo fluida que este último hubiese deseado. Con la reivindicación moderna de la autonomía artística y la consolidación romántica del artista como alguien que está fuera de la sociedad, el arte no solo parecía apartarse del statu quo, sino que, en buena medida, antagonizaba con él.
Los Gobiernos totalitarios de los años treinta fueron muy conscientes de la importancia de la cultura. Como había teorizado Antonio Gramsci, la hegemonía cultural era un paso necesario para obtener el dominio político. El arte debía mostrar el triunfo de ese poder, inculcar sus valores y, por tanto, ser pedagógico, cuando no directamente propagandístico. Los totalitarismos eran populistas y buscaban la identificación emocional de la masa con el líder, no el cuestionamiento de su autoridad. Ello, sin duda, chocaba con una modernidad fundada en la experimentación y la ruptura, y que se orientaba hacia un público capaz de rebatir las ideas recibidas.
Los Gobiernos totalitarios de los años treinta fueron muy conscientes de la importancia de la cultura.
Los autoritarismos fueron esencialmente teatrales. Aunque la construcción de las grandes avenidas para los desfiles oficiales arranca del siglo XIX, los edificios que simbolizaban el patriotismo nacionalista y las coreografías en espacios abiertos se incrementaron en este periodo. El ritual y la ceremonia se apoderaron de los actos públicos, diseñados para una audiencia cautiva. Del mismo modo, las ferias internacionales y universales tuvieron una significación inusitada, eran lugares privilegiados por el poder para medir sus fuerzas en el plano simbólico. La Exposición Internacional de 1937, en París, exteriorizaba los síntomas de una guerra cultural que pronto se iba a convertir en militar. La confrontación explícita entre el pabellón soviético, concebido por Borís Iofán, y el alemán, ideado por Albert Speer, reflejaba la continuidad existente entre arte y guerra.
Uno de los autores que mejor entendió y criticó la dimensión teatral de las dictaduras fue Bertolt Brecht, que aspiraba a desteatralizar la sociedad a través del propio teatro. Cuestionó sus reglas, puso en evidencia la presencia del actor y la trama, interrumpió el relato y urgió al espectador a que lo hiciese suyo porque así lo transformaba. De ahí que Brecht no se dirigiese a la masa, ni a un público que “piensa sin razón”, sino a aquel que se involucra poética y políticamente. La propaganda oficial basaba su estrategia en una estetización de la política, cuya función consistía en ocultar los problemas y contradicciones del sistema, no en revelarlos. El teatro de Brecht, en cambio, es político ya que se halla inmerso en la sociedad y actúa en ella como arte.
Hemos asumido con demasiada facilidad que, en términos estéticos, aquellos años no representaron un gran avance
Nuestra percepción de los años treinta se ha visto condicionada por los grandes conflictos políticos. Hemos asumido con demasiada facilidad que, en términos estéticos, este momento no representaba un gran avance: la modernidad habría agotado su repertorio tras el flujo prolongado de invenciones de las dos primeras décadas. Por el contrario, para los artistas, no era tan importante la superación de lo anterior, como la creación de espacios de resistencia y la confrontación con un presente que banalizaba la cultura y legitimaba la opresión. Los medios de comunicación y las nuevas tecnologías habían adquirido una importancia desconocida hasta entonces; y la cultura parecía secuestrada por el discurso oficial, que a menudo compaginaba esta tecnología con una sintaxis y un vocabulario modernos, como demuestran los filmes de Leni Riefenstahl. La modernidad se enfrentaba a sus propios fantasmas, en un complejo entramado de utopías y realidades sociales que se había iniciado en la segunda mitad del siglo XIX y que ahora entraba en conflicto. Se hacían necesarias nuevas estrategias artísticas que, por su propia naturaleza, escapaban a los criterios formales. El aparente eclecticismo de la época, que permite a autores como Pablo Picasso, Julio González y otros combinar el realismo con la abstracción o el surrealismo, oculta que sus obras desarrollaron algunos de los aspectos más importantes de la modernidad, como su carácter relacional, su capacidad de interpelación, su anti-idealismo radical o su dimensión lingüística.
Manuel Borja-Villel es director del Museo Reina Sofía, de Madrid.
Babelia
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