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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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¿Pero hubo alguna vez un premio honrado?

Con escasas (y notables) excepciones, el premio literario honrado es el que todavía no ha sido concedido

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

Es más que probable que mis improbables lectores conozcan mi opinión acerca de los premios literarios. Se la resumo: con escasas (y notables) excepciones, el premio literario honrado es el que todavía no ha sido concedido. En todo caso, tengo la certeza de que los que sí conocen perfectamente esa antigua opinión mía son los editores: por eso hace mucho tiempo que no me invitan a formar parte de ningún jurado. Y, qué quieren que les diga: hacen bien. Y conste que hay una parte de mí que lo lamenta, porque ese es precisamente el tipo de bolo agradecido en épocas de bolsillos yermos. Pero así son las cosas. Sobre todo en un país como este, en el que priman casi exclusivamente los premios a originales inéditos sobre los más fiables que se conceden a obra publicada, es decir, a libros que ya se han enfrentado al veredicto de la crítica y de los lectores (el Goncourt, el Booker, etcétera). Lo más tremendo es que, entre nosotros, ya nadie se escandaliza cuando, en la ceremonia de entrega, el representante del jurado anuncia algo así como que “abierta la plica, el ganador resultó ser…”, para, acto continuo, pronunciar un nombre que ya se conocía en el milieu varias semanas antes. Respondemos al cinismo agresivo con proporcionales dosis de cinismo pasivo, como si interviniéramos a pesar nuestro en un juego que nos resulta imbécil, pero en el que todo el mundo sigue participando. Y en ese juego los medios también tienen su papel: como afirmaba el llorado Juan José Saer (debo la cita a un buen amigo), “la comunicación empresarial dirigida a los medios, donde ya se está sugiriendo de antemano lo que hay que decir del producto, vuelve superflua la crítica”. Pues bien, el último eslabón de esa cadena de premios más o menos fuleros y concedidos de antemano es el que inaugura la temporada: el premio de novela negra de RBA, que este año ha recaído en The black box, del estupendo Michael Connelly, a quien los 125.000 eurillos y la promesa de una apabullante promoción (en gran parte gratuita) han convencido para dejar a su antigua editorial (Roca) con tres palmos de narices y migrar a la competencia. Por cierto, supongo que en la “operación” habrá tenido algo que ver su famosísima subagente española (sí: la antigua socia de Ricardo Rodrigo, el presidente del holding). De modo que RBA, que ha conseguido situarse entre los líderes de la edición española de thrillers a golpe de premio-talonario (entre otras cosas; no quisiera obviar los méritos de la editora Anik Lapointe), sigue ampliando catálogo. Este año, lamentablemente, no me fue posible acudir a la fiesta, en la que siempre encuentro viejos amigos, me empapo de maltas de las Highlands y me entero de dos o tres cosas que me cuentan mis topos catalanes. Como, por ejemplo, que Jesús Badenes, uno de los ejecutivos más valiosos del Grupo Planeta, había declinado recientemente la oferta de dirigir RBA, aduciendo que se encuentra muy a gusto en su tajo. Y es que, como recomendaba el austero de Loyola, “en tiempo de desolación, nunca hacer mudanza”. Me aplico el cuento.

Neo-novelistas

En estas semanas publican novedad narrativa decenas de novelistas españoles

Es (otra) verdad universalmente reconocida que, además del abandono de la pareja y de una forzada convalecencia (incluyendo la maternidad), el desempleo constituye uno de los principales motores objetivos de la creación novelística. Y, como también se sabe, de lo último ahora hay mucho (y lo que te rondaré, brunette), de modo que van a surgir nuevos novelistas hasta debajo de las piedras. Los editores, que están a la que salta, son conscientes de esa curiosa relación, entre otras cosas porque el número de originales que reciben en épocas de crisis crece como la espuma (sobre todo si su sello promociona algún premio, ver más arriba). De ahí que no me sorprenda que Planeta DeAgostini recicle antiguos proyectos (odres nuevos para vieja aguachirle) y lleve a los quioscos una serie de fascículos (otro vestigio del pasado) acerca del “placer de escribir” (subtítulo: Curso de escritura creativa). Lo anuncia Espido Freire desde una estancia ordenada y envidiable (con laptop y bolígrafo Montblanc), mientras le recuerda al target mercadotécnico del nuevo producto editorial que ella ganó el Planeta jovencísima (“fue muy emocionante”), un premio literario estupefacientemente bien dotado. De modo que no nos debe extrañar que en los próximos meses la nómina de novelistas in pectore (vocacionales y/o alimenticios) aumente exponencialmente. Mientras tanto, conformémonos con lo que hay, que no es poco. En estas semanas publican novedad narrativa decenas de novelistas españoles (en todas las lenguas del —por ahora— Estado) pertenecientes a cuatro generaciones o grupos de edad. Entre los seniors ahí tienen, por ejemplo, El lago en las pupilas (Siruela), la nueva novela de Luis Goytisolo (1935), al que, al contrario que a su hermano Juan (1931), aún no se le han agotado las historias. Predominan, en todo caso, las novelas de baby boomers y de sus hijos literarios (Guelbenzu, Puértolas, Landero, Pérez- Reverte, Ovejero, Cercas, Dueñas, Sánchez Piñol, Reig, etcétera), que son algunos de los autores hegemónicos en el mercado de la ficción. Luego vienen los demás, desde Juan Manuel de Prada o Ricardo Menéndez Salmón a los treintones Diego Trelles Paz o Andrés Neuman (ambos de 1977). Y a los insultantemente jóvenes que se lanzan a la piscina literaria mientras continúan buscando trabajos más alimenticios. Entérense de quiénes son y aprendan cómo respiran: comprobarán que, como siempre, los nietos se llevan mejor con los abuelos que con sus “viejos”. Ley de vida.

Bios

Hace un par de años un célebre novelista declaraba perfunctoria y provocativamente que “el problema de España, a diferencia de Francia, es que no hubo una guillotina en la Puerta del Sol que le picara el billete a los curas, a los reyes, a los obispos, a los aristócratas… y al que no quisiera ser libre le obligara a ser libre a la fuerza”. En Francia la terrorífica tarea corrió mayormente a cargo del Comité de Salvación Pública, liderado por Robespierre, un político aún maldito (ni siquiera en Francia, tan orgullosa de sus grands hommes, tiene calle que le recuerde, al contrario que Stalin, que no fue precisamente monja misionera), de quien Península publica en estos días una interesante y controvertida biografía de Peter McPhee (Robespierre, una vida revolucionaria), en la que se revisan algunos tópicos acerca del Incorruptible. En todo caso, los amantes del género están de suerte: en las próximas semanas también llegarán a las librerías, entre otras, las biografías de Malaparte (Maurizio Serra, Tusquets), Unamuno (Jon Juaristi, Taurus), Van Gogh (Steven Naifeh y Gregory White Smith, Taurus), Catalina la Grande (Robert K. Massie, Crítica), Adolfo Suárez (Manuel Campo Vidal, RBA) y Juan Carlos I (Paul Preston, Debate). Incluso Hunter S. Thompson, el último gran provocador del periodismo norteamericano, cuenta con la suya (Gonzo, 451 editores), esta vez en forma de historia gráfica a cargo de Will Bingley y Anthony Hope-Smith.

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