La del estribo
Como dicen por allí, a Chavela la chotearon. Quedó reducida a símbolo, a historia ejemplar, a Testigo del Siglo.
Allá por 1991, en México nadie sabía nada de Chavela Vargas, “creo que murió”. Sí se recordaban sus interpretaciones y sorprendió que Almodóvar incluyera su Piensa en mí (de Agustín Lara, claro, pero hay cantantes que adquieren el usufructo de ciertos temas) en Tacones lejanos, en versión de Luz Casal. No había material de Chavela en, por ejemplo, la sección de discos de la Librería Ghandi, entonces parada indispensable para el aprovisionamiento de la intelligentzia del Distrito Federal.
En 1992, un prodigio: “la Vargas” había reaparecido. Actuaba los viernes en El Hábito, café teatro de Coyoacán que atraía a un público, digamos, sexualmente tolerante. Allí la encontró Manuel Arroyo, editor de Turner Publicaciones. Y tuvo una percepción aguda, que cuenta en José Alfredo Jiménez-Cancionero completo: “Admiraban sin duda su coraje para regresar, siquiera por un ratito, de los infiernos, algo que, por cierto, ella se había ganado sola, a puro valor. Admiraban también su actitud orgullosa y desafiante, la misma que recordaban de toda la vida. Veían eso, y tal vez otras cosas, pero no lo más importante: que la música que hacía cada noche, su manera de decir cada verso, tan personal y distinta de cómo lo habían dicho otros intérpretes de esas mismas canciones, expresaba una agonía desgarrada e íntima, una especie de autosacrificio.” Arroyo decidió relanzar a aquella sacerdotisa.
Aquí ya pueden enganchar con las biografías al uso. Al año siguiente, 1993, Chavela apareció en la Sala Caracol, de Madrid. Un detalle: cierto periodista lanzó el tradicional “¡Viva México, cabrones!”. Fue fulminado por otros espectadores: aquella era una ceremonia demasiado seria para semejantes exabruptos. El personaje ya se estaba comiendo a la artista. Lo apreciaríamos en los años siguientes, aunque eso no signifique negar la potencia del enamoramiento: si quieren gozar de un directo electrizante, busquen En Carnegie Hall, de 2004.
En el proceso, Chavela quedaba reducida a una cadena de anécdotas, a su interacción con Frida, Diego, Pedro, Joaquín, ¡Federico!. No se nos explicaba como mujer tan heterodoxa se había desenvuelto en las décadas del PRI, aunque el libro de María Cortina (Las verdades de Chavela, Editorial Montesinos) sugiere una relación más que cómoda, un papel de freak consentida.
Sabemos aún menos de sus estrategias como artista, de cómo se elaboraban sus elepés para Orfeón; los créditos solo suelen mencionar al guitarrista Antonio Bribiesca. Destaca Arroyo que Chavela sacó a la ranchera del corsé del mariachi pero algunos discos contenían curiosos añadidos instrumentales .
Como dicen por allí, a Chavela la chotearon. Quedó reducida a símbolo, a historia ejemplar, a Testigo del Siglo. Abundantes honores, muchas medallas y un olvido de lo que la hizo única. Para el oyente inquieto, queda el placer disidente de buscar esas rotundas grabaciones de los años 60, con su voz plena esculpiendo canciones indestructibles. En la despedida, recurramos a Tu recuerdo y yo: “me están sirviendo ya la del estribo/ orita ya no sé si tengo fe/ orita solamente ya les pido/ que toquen otra vez La que se fue”.
Babelia
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