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Europa se tumba en el diván de Aviñón

El festival de Aviñón, lleno de mensajes políticos, psicoanaliza los males del viejo continente

Imagen del espectáculo 'Puz / zle', montado por el coreógrafo belga-marroquí Sidi Larbi Cherkaoui en la cantera de Boulbon, en las cercanías de Aviñón.
Imagen del espectáculo 'Puz / zle', montado por el coreógrafo belga-marroquí Sidi Larbi Cherkaoui en la cantera de Boulbon, en las cercanías de Aviñón.GERARD JULIEN (AFP)

Cuando al final de la función los diez actores húngaros que dirige Kornél Mundruczó —11 si contamos al perro que solo ladra si lo exige el guion— saludan al público entre bravos y palmas, se les ve totalmente extenuados. El escenario vacío que estuvo lleno es la imagen de la desolación y el miedo. Es el final de la adaptación teatral de Desgracia, la amarga novela del Nobel sudafricano J. M. Coetzee que bucea en los resortes de la culpa y la venganza en los primeros tiempos tras el apartheid. Desde la vieja Europa, 11 cómicos húngaros cometen las mayores salvajadas para insuflar vida a esa historia africana. Violan, agreden, insultan, persiguen, apalean, cantan, tocan, aman, gritan, orinan, se desnudan, se comen la tierra, ladran, son racistas y vuelven a empezar.

Eso es Aviñón: sorpresas, vida, teatro. Y alegría, gentío, relatos, mezclas. El festival nació en 1947, cuando un cómico y agitador cultural llamado Jean Vilar convirtió la ciudad en el laboratorio de un teatro popular, audaz con la idea de ayudar a Francia y a Europa a superar la crisis moral y política que desembocó en el fascismo, el nazismo y la guerra. Este año el invento de Vilar cumple 66 ediciones, Europa está otra vez en la encrucijada y las referencias culturales e intelectuales son cada vez más necesarias.

Mientras España recorta a mansalva en cultura y educación, casi se diría que identificándolas con la subversión, la nueva Francia socialista emprende el camino contrario: baja el IVA del teatro y los libros al 5,5%, proclama que la educación es su gran prioridad y su presidente acude al festival de teatro más simbólico para mostrar su apoyo a los creadores. Pese a que la economía está estancada y la deuda es más alta que la española, la culture resiste en Francia y, quizá en Aviñón —también en la cercana Arles, donde se celebra el festival de fotografía casi en paralelo—, se palpan mejor que en ningún otro sitio las ganas de entender lo que está pasando.

Una de las artistas francesas más reconocidas, Sophie Calle, ha invadido con su intimidad la impresionante iglesia de los Celestinos, donde hace unos años Miquel Barceló y Josef Nadj batallaban con el barro. La exposición Rachel, Monique, que es también una performance, cuenta la muerte de la madre de la artista, que filmó los últimos días de vida y agonía de su progenitora en vídeo. “Temía perderme el momento de la muerte”, cuenta Calle. “Y al final fue tan dulce que ni siquiera se ve el último suspiro. Si hubiera sido una muerte horrible no la habría expuesto. Decidí mostrar esa película rara tras consultar con sus amigos, mi hermano y mi padre, pero mi madre ya sabía que lo haría”.

John Berger, con doble presencia en Aviñón, azota

Calle trabaja al 50% consigo misma y al 50% con los demás. Antes se metió a camarera de hotel para contar las historias de los clientes, o llamó a los teléfonos de una agenda que encontró en la calle. Esta vez es al 100% su madre: Calle lee en directo los diarios que dejó escritos durante una década. Sin haberlos visto antes. “Hay sorpresas, sí, por ejemplo ayer leí unas páginas donde cuenta que hizo el amor con Alain Delon, con Burt Lancaster y con Sean Connery. No está mal el pódium”.

Del humor un poco surrealista y tierno de Calle a la reflexión sobre el universo y la crisis hay un paso. En el gimnasio Aubanel una compañía alemana adapta Los anillos de Saturno del gran W. G. Sebald, pero toda la ciudad amurallada está forrada de carteles que anuncian más de un millar de espectáculos. Hay unos 50 en el Festival In, el oficial, el resto en el sufrido y voluntarista off, con las compañías captando sus espectadores de uno en uno por las calles.

El Ayuntamiento pone a disposición del teatro y la danza todo tipo de espacios —jardines, cines, patios, hoteles, callejones...— y las colas revientan de espectadores desde una hora antes. En la cantera de Boulbon, Sidi Larbi Cherkaoui, marroquí y belga, hace girar a sus 11 bailarines por los muros de la intolerancia y el miedo al otro en Puz / zle, bajo el cante casi flamenco de la libanesa Fadia Tomb El-Hage y la percusión del japonés Kazunari Abe; mientras la coreógrafa Suzanne Andrade inocula el virus de la rebelión a los niños en The animals an children took to the streets.

Algunas noches hay reventa para las funciones del Palacio de los Papas (ese búnker militar, casi un rascacielos que mide los tiempos del exilio vaticano), mientras cientos de creadores, actores, productores, programadores, aficionados, perroflautas, bailarines y titiriteros pasean, ven o muestran arte, dejando claro que el teatro es inmortal porque para existir solo necesita dos cosas: un intérprete y un espectador.

La edición de este año, que festeja el centenario de Jean Vilar, ha tenido dos invitados muy especiales, los dos británicos. Uno es probablemente el teatrero más admirado de este siglo, Simon McBurney. La última prueba de su inspiración es la adaptación de El maestro y Margarita, un novelón épico del ruso Mijail Bulgákov. Como es habitual con su ambulante Teatro de la Complicité, la pieza de tres horas y 20 minutos ha enamorado a cuantos la vieron en el patio de honor del palacio papal.

“Es larguísima, pero no te aburres ni un segundo”, decía el domingo Alain, un profesor que viene cada año desde Grenoble con su mujer. Siguiendo la máxima calderoniana —“la vida es sueño”—, McBurney mezcla alta tecnología, fantasía y poesía para viajar de Stalin a Poncio Pilatos, y destaca que lo que le gustó del texto de Bulgákov fue su homenaje al amor y la libertad y la denuncia de la corrupción.

“Aviñón no es un mercado”, afirma citando la palabra maldita, “venimos aquí para participar en un acto de resistencia, para estar en el corazón del combate y compartir otras visiones del mundo en un momento donde nos quieren hacer creer que solo hay una posibilidad de imaginar el presente, y el futuro”.

El autor británico pide al espectador que proteste “para salvar el presente”

El segundo invitado es el poeta y escritor John Berger, que ha interpretado dos performances-lecturas, una con su hija Katya, titulada ¿Estás durmiendo?, y otra con Juliette Binoche (De la A a la X), en la que también se cuela el fundador de Complicité. Voz lúcida de la indignación, Berger azota a la ultraderecha y el discurso ultraliberal en el texto Escribir para ser testigo de nuestro tiempo y rechazar la tiranía sin rostro, publicado en Le Monde.

“Lo que caracteriza a la actual tiranía mundial es que no tiene cara”, escribe. “No hay Führer, no hay Stalin, no hay Cortés. Su mecanismo varía según los continentes, y sus modalidades dependen de la historia local, pero su esquema general es siempre igual, es circular”. Y continúa: “La distancia entre los pobres y los relativamente ricos se convierte en abismo. Las restricciones y recomendaciones tradicionales vuelan en pedazos. La sociedad de consumo consume todo cuestionamiento. El pasado se ha hecho obsoleto. Como consecuencia, la gente pierde su individualidad, su sentido de identidad y, para definirse, encuentra un enemigo. Sea cual sea su pertenencia étnica o religiosa, siempre hallan ese enemigo entre los más pobres. Es ahí donde el círculo se hace vicioso”.

El intelectual británico pide a los espectadores que protesten, no por el futuro, sino para salvar el presente, “para no quedar reducidos a cero”, para rebelarse contra este “sistema económico que cada vez produce más pobreza, más familias sin hogar, y además anima políticamente ideologías que defienden y justifican la exclusión, la eliminación última de las hordas de nuevos pobres”. John Berger toma como referencia a la india Arundhati Roy, quien afirma: “La cuestión es ¿qué hemos hecho con la democracia? ¿En qué la hemos convertido? ¿Qué pasa cuando se agota? ¿Cuando vaciamos su interior y su sentido?”.

Oyendo a Berger y a McBurney es más fácil entender por qué una compañía húngara ha adaptado Desgracia. El montaje se puede ver en el gimnasio de un colegio del centro. El texto, descarnado y lírico a partes iguales, ha sido una de las grandes sorpresas de este año.

Sin embargo, no faltan las críticas: a algunos les parece tosca comparada con la sutileza de Coetzee, y a otros les repugna su hiperrealismo. Hay gente que se larga en cuanto empieza. Los que se quedan, aparte de admirar la cruda escenografía, el inteligente juego de dramaturgia y el coraje de Mundruczó —un cineasta premiado en Cannes—, reflexionan sobre Hungría y Europa. Que es lo que quería el director: “Las novelas de Coetzee hablan sobre el fondo de nuestra existencia”, explica. “Sabe muchas cosas del hombre, de los diferentes niveles de humillación y sus consecuencias: la eterna lucha de los expoliados contra quienes les han privado de sus derechos. (…) Cada país tiene sus blancos y negros. También Hungría. Reina una enorme tensión, dentro de la sociedad y frente a Europa. Lo que hemos tratado de contar en escena es ese antagonismo, ese conflicto no resuelto: el hombre es un lobo para el hombre”.

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