Elogio (y picaresca) de la sombra
La Feria del Libro de Madrid tiene que ver con la lluvia y con la perpetua polémica entre organizadores y organizados
Lo que marcan las tradiciones. Las de la Feria del Libro de Madrid (inauguración, viernes 25) tienen que ver con la lluvia (el “agua de mayo”) y con la perpetua polémica entre organizadores y organizados. Respecto a la meteorología, las cosas no están claras: hay días en que diluvia y las casetas parecen arcas de Noé, y otros en que el sol mesetario se pone furioso y se trasmutan en saunas finlandesas con termostato enloquecido. De ahí que un lugar en el lado de la sombra se convierta en el bien más preciado. Y en fuente de conflictos.
Con el fin de incentivar una oferta libresca diversificada se decidió que, en el sorteo para la adjudicación de las casetas, las librerías “especializadas” tendrían plaza asegurada en el lado más fresquito del cogollo de la feria. Pero este es el país del cínico Guzmán de Alfarache, del astuto Lázaro de Tormes, del fullero Pablos de Segovia, del poco fiable (aunque culto) Marcos de Obregón, del bufonesco Estebanillo González. Así que hecha la ley, hecha la trampa. Primero hubo librerías especializadas que “arrastraban” con ellas a otras que nunca lo habían sido. Y ahora surgen “especializadas” que —¡magia potagia!— funcionan como generalistas el resto del año.
Visto lo visto, para la feria de 2013 (suponiendo que todavía, etcétera) propongo la especialización universal. Tras arduo estudio he descubierto que si las librerías presentaran su candidatura como “especializadas en ficción y no-ficción moderna y contemporánea” en sus casetas podría venderse, sin temor a sanciones, cualquier obra publicada desde la invención de la imprenta, y de ese modo todas entrarían en el sorteo con iguales posibilidades de acceder al sector privilegiado. Por lo demás, la feria del año más terrible (por ahora) de la crisis se presenta más indigente que nunca. Bueno, excepto para algunas personas fijas y a tiempo completo de la organización, que se llevan una pastilla. ¿Que cómo lo sé?: me salió por un pico emborrachar a una bella librera (pista: lunar oscuro en forma de estrella) que tenía acceso a los datos y una evidente debilidad por los gintonics (“son perfectos con Citadelle”, no paraba de susurrarme). El único sponsor que merece ese nombre es el Banco de Sabadell, que pone las bolsas (espero que no sean de plástico, por el bien de su imagen corporativa) y el pabellón para actos. Los demás patrocinadores han huido.
Como es una feria que mira al futuro, los libreros que lo deseen podrán vender libros electrónicos, pero como no hay wifi (insisten que es “por culpa de los árboles”) ni tampoco se venden lectores, casi todo sigue como en la época de Carlos Robles Piquer, aquel eximio director general de Información (y, por tanto, responsable de la censura) que en cierta ocasión sugirió a Marsé que sustituyera la palabra “muslo” por “antepierna”. Qué tiempos: según cuenta el propio Robles (Memoria de cuatro Españas, Planeta, 2011), entonces hubo incluso un avispado y célebre librero (no da su nombre, pero los veteranos lo saben) que se benefició de “alguna ayuda a la exportación mediante el truco de enviar a un supuesto cliente americano un cargamento de viejas guías telefónicas españolas”. Más picaresca. En todo caso, y regresando a la feria de este año, les recuerdo que muchos libreros acuden con la esperanza de salvar el ejercicio y no tener que echar el cierre, de modo que, por favor, pónganla en su agenda.
Por lo demás, el país invitado es Italia, nuestra hermana menor en términos de prima de riesgo. Los organizadores no han cursado invitación a Ruby Rompecorazones, que se forraría si se decidiera a escribir un libro sobre sus tórridos bunga-bunga con Il Cavaliere, pero prometen que vendrán Magris, Calasso, Erri de Luca y hasta algunos miembros del colectivo literario-radical Wu Ming, quienes, por cierto, podrían aprovechar para estampar su firma en el trasero de quien yo me sé (pista: Gil de Biedma nunca le habría dedicado un poema).
Ninjas
Si han tenido ocasión de admirar el equipo suministrado a los mossos d’esquadra para combatir la “violencia callejera”, ya saben lo seguros que están los jefes de la derecha nacionalista de que el clima social se va a poner a 451 Fahrenheit. Provistos de su traje de buzo acolchado, pistolas Walther de 15 balas, escudo de metacrilato, guantes y máscaras antigás, parecen guerreros ninja entrenados para erradicar toda protesta que vaya un poquitín más allá del grado de disidencia amable y tolerada. Y es que, como explicaba hace unos días mi admirado Josep Ramoneda, la derecha se radicaliza (en realidad no viene haciendo otra cosa desde que Reagan y su equipo dieron las primeras zancadas para cargarse el Estado de bienestar), pero yo noto que también lo hacen los demás. Incluso los tradicionalmente conservadores miembros de la clase media, que ya ven de cerca ajustes, despidos o recortes de salario que a veces superan el 50%. La consigna ¡a la puta calle! de los despidos y “ajustes” se entrevera con la de ¡salgamos a la calle! de los que perdieron o van a perder su empleo. Los populismos crecen y se contaminan de ese neofascismo de cátedra y tdt que se exhibe en determinadas tertulias televisivas.
Sobre el fascismo histórico acaban de publicarse dos libros muy recomendables: Mussolini y el fascismo italiano (Marcial Pons), del profesor Álvaro Lozano, y el reader (coordinado por Joan Antón Mellón) El fascismo clásico (1915-1945) y sus epígonos (Tecnos). Pero si lo que quieren (antes de acudir a la próxima manifestación —y, por favor, cuídense de los ninjas—) es olvidarse por un rato de sus penas económico-sociales riéndose a mandíbula batiente del momento que estamos viviendo (“la verdadera seriedad es cómica”, asegura Nicanor Parra) no se pierdan El enredo de la bolsa y la vida (Seix Barral), otra novela “menor” de Eduardo Mendoza que convierte a muchas novelas “mayores” de sus contemporáneos en puro chiste antropológico. Créanme: hacía mucho tiempo que no me reía tanto leyendo. Y es que nadie tiene hoy tanto ojo y oído para lo cutre y lo esperpéntico de nuestro Zeitgeist como el autor de La ciudad de los prodigios.
Velázquez
En su sugerente Histoire de l’Art (1921), hoy poco leída, Élie Faure afirmaba que, al final de su vida, a Velázquez ya no le interesaba pintar las cosas, sino lo que había entre ellas: “Erraba a través de los objetos con el aire y el crepúsculo, sorprendía en la sombra y la transparencia de los fondos las coloreadas palpitaciones que convertía en el centro de su sinfonía silenciosa”. Le escuché la frase (antes de leerla en el libro) a Ferdinand (Belmondo) en Pierrot le fou (Godard, 1965), que la leía en voz alta y con un pitillo entre los labios mientras estaba metido en la bañera. Me he acordado de ella (y he ido a buscarla en mi subrayada edición de bolsillo) leyendo la estupenda (y muy legible) biografía Velázquez, del hispanista Bartolomé Bennassar, que acaba de publicar Cátedra. Si quieren enterarse, sin erudiciones innecesarias ni notas disuasorias, de lo último que se sabe acerca de la elusiva vida del “pintor de pintores”, este es su libro.
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