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OBITUARIO

Ana Peters, una gran dama del color

Acción e introspección son dos etapas de la pintura y la biografía de Ana Peters

Ana Peters, ante una de sus obras en la exposición retrospectiva del IVAM en 2007.
Ana Peters, ante una de sus obras en la exposición retrospectiva del IVAM en 2007.JESÚS CÍSCAR

Una “artista irrepetible”, así definió la directora del Institut Valencià d’Art Modern (IVAM), Consuelo Císcar, a la Ana Peters, cuya última exposición retrospectiva se mostró en el IVAM en 2007. La pintora alemana Ana Peters (Bremen, 1932) falleció el pasado lunes. Afincada en Valencia, se casó en 1964 con el crítico y estudioso del arte Tomás Llorens, primer director del IVAM.

 En la trayectoria creativa de Ana Peters hay dos etapas radicalmente diferenciadas. Etapas que corresponden a dos tiempos, distintos y distantes, de su biografía, como a planteamientos, cabría decir, casi opuestos, uno inscrito en la acción y lo colectivo, otro en la introspección emocional y un voluntario aislamiento. El primero de esos periodos es el que asocia a esta artista alemana, que vivió en Valencia desde su infancia, a uno de los episodios de referencia en el debate plástico de la España de mediados de los sesenta.

Me refiero, claro, a su participación en la deriva valenciana de Estampa Popular, sin duda la más coherente y, a la postre, fructífera de esa aventura que venía a oponer, frente a la inercia del informalismo y otras derivas abstractas, la apuesta por un retorno a lo icónico, asociado a una visión crítica del papel de la cultura y de la realidad social. Episodio en el que se une al proceso de discusión en torno a un proyecto de creación colectiva, del que surge finalmente el núcleo fundacional del Equipo Crónica, y en cuya vertiente teórica será determinante Tomás Llorens.

Su visión crítica de la cultura la lleva al núcleo fundacional del Equipo Crónica

Vendrían luego casi dos décadas de renuncia a toda práctica creativa, hasta que en la segunda mitad de los ochenta, viviendo ya en Dénia, en una hermosa casa con jardín, enfrentada al espectacular confín, insondable e incesante, del Mediterráneo, renace una segunda pintora, convertida en suntuosa dama del color. Ajena por entero en esta nueva etapa al trivial contagio de las modas circundantes, es justamente cuando su obra alcanza una intensidad y emoción realmente insospechadas. En las antípodas, advertíamos al inicio, de su apuesta temprana.

En el esplendor de esa culminación tardía, su poética entronca, dentro de la abstracción de corte lírico, con la estirpe del monocromo y la llamada pintura de campos de color. Monocromos que, en su caso, exploran registros muy amplios del espectro cromático, con elecciones tonales de extrema sutileza y tensión emotiva, y donde la aparente unidad expansiva de la membrana de color queda a menudo modulada, como en un susurro, por pequeñas disonancias o ligeras turbulencias gestuales. Y con tan certeras y conmovedoras elecciones tonales, o soterradas distorsiones de la indiferenciada uniformidad de campo, bien lejos de todo eco de una imagen, o de esa otra mimesis de camuflaje tan común en el paisajismo abstracto, Ana Peters nos brinda, de forma bien paradójica, una resonancia incomparablemente más veraz e inmediata del cosmos natural. Así lo expresaba en las notas que me remitió, en cierta ocasión, acompañando unas reproducciones —infieles, como siempre— de sus cuadros, donde afirma: “Es como un vino oscuro; es como las ciruelas negras del verano…”.

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