El oficio de leer y de recomendar un libro
De todos los oficios del periodismo uno de lo más arriesgados y difíciles es el de hacer un suplemento literario; es decir, el de leer para recomendar libros.
Kafka decía que el momento más arriesgado del día era dejar la cama. Pues hacer un suplemento literario, habida cuenta el ego que se superpone a la actividad de escritores, editores, libreros, agentes e incluso lectores, es mucho más arriesgado que levantarse.
Todos los escritores -todos quiere decir todos— creen que su libro es el más importante del mundo, y que debe ser leído como tal, y por tanto que debe ser recomendado como un producto imprescindible; todos los editores consideran que la producción que estimulan es la más preciosa del mercado; los libreros consideran que sus apuestas son las más adecuadas y por tanto imprescindibles, y los lectores, en fin, no siempre están de acuerdo con lo que han seleccionado los responsables del suplemento y, con justicia o sin ella, refunfuñan y asaltan el suplemento con cartas alevosas o desdeñosas.
Aún así, o quizá por eso, hay muchísima gente en todo el mundo que hace suplementos literarios, y algunos llegan al número mil, como Babelia esta semana. En España hacer suplementos literarios es una heroicidad gigante, pues se dan todas aquellas circunstancias y, además, todo el mundo se conoce, se trata, compite o mira de reojo los suplementos para verificar si aquel le han dado una línea más que a él. Y trabajar con vecinos mirando es tan arriesgado como levantarse de la cama para situarse ante las cosas kafkianas que tiene la vida.
A veces paso por el cuarto en el que los compañeros de Babelia, cuya labor desde hace cerca de veinte años es una esforzada búsqueda de la excelencia, guardan las novedades que les llegan. Manuel Vicent, que fue quien inventó ese nombre, Babelia, suele decir que las mesas de novedades de las librerías suelen amanecer regadas de sangre, pues los libros allí exhibidos se pelean por las noches hasta martirizarse. En ese cuarto puede uno imaginar algo parecido: los libros se pelean entre sí, buscando sitio adecuado en el suplemento, y cuando amanece se sienten aliviados o frustrados cuando la mano de alguno de estos compañeros los agarra para encargar la correspondiente reseña. Los desdeñados se quedan haciéndose sangre.
Hay que imaginar esa escena que se produce luego: el crítico o el reseñista se enfrenta a lo que durante meses o años fue el propósito obsesivo del autor, un buen libro, el mejor libro del mundo, un libro inolvidable. Josep Pla abordó la escritura de un libro sobre Cadaqués y puso nada más empezar que ese quizá no era el mejor libro sobre ese sitio que tanto animó su vida, pero era "su" libro, así que era el mejor que podía escribir. Pues así escriben todos: para hacer su mejor libro. Ese libro inolvidable, en todo caso, llega a la mesa del crítico o del reseñista y éste bosqueja sus impresiones. No basta, en lo que salga, el tono de la crítica, sino las líneas o las columnas que se le dedican. Y aquí entra de nuevo el editor, el periodista que se arriesga a poner en página, de la manera más justa que cree posible, la crítica o la nota que ha dado de sí el esfuerzo del escritor pasado por el tamiz del comentarista.
Cuando uno ve el suplemento, sobre todo si no ha escrito un libro o no es sino la parte más sobresaliente pero más oscurecida de la industria, un lector, se siente asaltado por la alegría, la suspicacia o la sorpresa. ¿Están apostando de veras por un escritor o el escritor es amigo del crítico o de los responsables del suplemento? Para superar esas sospechas o cualquier otra actitud los que hacen los suplementos han que seguir un largo camino; ganarse la confianza de los lectores, de los editores, de los escritores, de los libreros, es la consecuencia de un esfuerzo tan largo como ese que describe el poeta Ángel González para contar cómo se edifica la esencia de un hombre.
Mil números más tarde he recordado con la ternura que dan la edad y el aprecio aquella noche en la que Juan Arias, Ángel Sánchez-Harguindey, Francisco G. Basterra, Joaquín Estefanía y muchos compañeros que tuvieron que ver con aquel nacimiento se reunieron en torno a un brindis en el Teatriz de Madrid. Celebraban la salida de Babelia. Aquel lugar estaba abarrotado de público; había escritores, editores, libreros, etcétera; imagino que a lo largo de estos años y de este gozoso milenio de hoy unos y otros habrán observado la sangre bajo las estanterías y se habrán sentido alegres o traicionados por el resultado semanal de la dificilísima tarea de elegir que llevan a cabo los compañeros que hoy se sientan cerca del cuarto de las novedades que llegan a Babelia.
Como los veo trabajar casi a diario, de lo que estoy seguro es de que ninguna de las zozobras (o alegrías) que producen esas selecciones tienen otro propósito que el de ayudar a leer. Y esa tarea, en la que fue maestro nuestro inolvidable Rafael Conte, o nuestro inolvidable Domingo Pérez Minik, es mucho más arriesgada, y por tanto meritoria, que la tarea de levantarse de la cama para leer un libro de Kafka o de alguno de sus innumerables herederos putativos, por ejemplo.
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