Los hijos cubanos de Guillermo Tell
La sala del cine Chaplin, en la ciudad de La Habana, fue el escenario en el que, el 29 de abril de 1989, el trovador cubano Carlos Varela cantó en público por primera vez su canción Guillermo Tell, recibida con entusiasmo por unos jóvenes que no tardaron en convertirla en bandera generacional. A los pocos meses del concierto, caía el muro de Berlín y comenzaba un cambio histórico que sumió a la sociedad cubana, privada de apoyos internacionales, en el llamado periodo especial. Una larga crisis económica en la que literalmente no había de nada en la isla. Ni siquiera papel. Por eso la generación de escritores cubanos nacidos en los sesenta y setenta fue, durante los primeros años noventa, una generación que escribía, pero que casi no podía publicar.
"Guillermo Tell no comprendió a su hijo, / que un día se cansó / de la manzana en la cabeza", rezaba el estribillo de la canción de Varela, que con ironía reclamaba el derecho de las nuevas generaciones a tener voz y criterio propios en un sistema marcado por el paternalismo. Y ése parece ser el espíritu que predomina entre esos autores nacidos en la revolución, herederos de un sistema que no crearon y víctimas de contradicciones y odios ideológicos que no son los suyos, una generación cansada de demonizaciones y de discursos de sacrificio, harta de llevar "la manzana en la cabeza". Son escritores difícilmente clasificables que se resisten a perpetuar la retórica revolucionaria, pero también a escribir una literatura que responda a los tópicos y prejuicios de los lectores occidentales. Tal es el caso de Raúl Aguiar, cuya novela corta Mata, ambientada en la guerra de Angola, acaba de publicarse en París en edición bilingüe (Éditions Meet), y cuya novela satánica La estrella bocarriba (Letras Cubanas) se ha convertido en una leyenda del underground cubano, un mundo poco conocido fuera de Cuba que se expresa también a través de la ciencia-ficción, con obras como Se alquila un planeta (Equipo Sirius), de Yoss.
En los últimos años se ha empezado a reconocer internacionalmente a los autores de la nueva narrativa cubana. Ena Lucía Portela, que obtuvo el Premio Grinzane-Cavour por Cien botellas en la pared (Debate), crónica mordaz sobre la supervivencia en una sociedad donde los sueños prometidos se escamotean diariamente, acaba de publicar Djuna y Daniel (Mondadori), una novela sobre su admirada Djuna Barnes, con la que reclama el derecho a mirar y nombrar el mundo, el mismo que se reconoce a escritores ingleses o norteamericanos, pero que desconcierta en autores del llamado Tercer Mundo, a quienes sólo se pide el testimonio de su propio exotismo.
Esa misma libertad de mirada es la que ejerce Karla Suárez en La viajera (Roca), ambientada en tierras mexicanas, brasileñas y europeas, y cuya novela Silencios se acaba de editar en Cuba (Letras Cubanas), nueve años después de que obtuviera en España el Premio Lengua de Trapo. Un libro que narra la educación sentimental de parte de su generación, la que frecuentaba los conciertos de música rock, consumía drogas y poesía, recorría La Habana en bicicleta, sufría los apagones eléctricos con alcohol destilado y, en gran medida, acabó abandonando el país en busca de otros horizontes personales. Su publicación ofrece ahora a los lectores de la isla una mirada nada complaciente sobre su propia sociedad y un espejo en el que muchos habrán de reconocerse. Una experiencia generacional sobre la que ha insistido, también con acidez, Wendy Guerra en su novela Todos se van (Ediciones B), escrita en forma de diario, con la que obtuvo el Premio Bruguera 2007.
Tampoco tienen nada de complacientes los relatos de Ángel Santiesteban agrupados en Los hijos que nadie quiso (Letras Cubanas), feroces y sórdidas escenas de violencia y del mundo carcelario escritas con una maestría deslumbrante, ni la novela La fiesta vigilada (Anagrama), de Antonio José Ponte, que reflexiona sobre las carencias y represiones del sistema político y social cubano a través de un ir y venir por la historia contemporánea de Cuba, de fiesta en fiesta, pero siempre bajo la amenaza de la oscuridad. Un libro que se contagia del absurdo carnavalesco y se organiza como irónico baile de máscaras que toman lo mismo el rostro de Sartre que los de John Lennon, Ray Cooder o Compay Segundo.
Las novelas de Rolando Menéndez, premio Lengua de Trapo con La piel de Inesa, juegan también con el absurdo, pero llevándolo al paroxismo en títulos como Las bestias (Lengua de Trapo), que refleja la violenta desesperación del aislamiento y la paranoia. Sentimientos sobre los que trabaja también Amir Valle en sus novelas policiacas, aunque haya sido su excelente ensayo narrativo Jineteras (Planeta), sobre la prostitución en Cuba, el que le haya dado más renombre.
Alexis Díaz-Pimienta, con Salvador Golomon (Algaida), novela sobre un gran escritor que nunca ha escrito un libro, digno de hacer compañía al Bartleby de Vila-Matas, y los cuentos sutiles e inquietantes de Catálogo de mascotas (Letras Cubanas), de Ana Lidia Vega Serova, conforman el cuadro, inevitablemente incompleto, de una narrativa cubana en la que se escucha ya el ritmo de una nueva época. Porque uno de los rasgos diferenciadores de estos autores, hijos cubanos de Guillermo Tell, es que forman un puente entre la Cuba del interior y la Cuba del exterior, con actitudes alejadas de los radicalismos de uno u otro signo. Residentes en Francia, en Alemania, en España o en la misma Cuba, reflejan ya en sus puntos de vista y opiniones el pluralismo existente en la sociedad cubana, pero que aún no encuentra expresión en la vida oficial de la isla, y están contribuyendo, con sus textos imposibles de encasillar, a introducir la tolerancia en una sociedad crecida en el conflicto.
José Manuel Fajardo (Granada, 1957) es autor de Carta del fin del mundo y El converso (ambos en Ediciones B). Acaba de publicar con José Ovejero y Antonio Sarabia Primeras noticias de Noela Duarte (La otra orilla).
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