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La definición del arte

Este libro recoge textos escritos por Umberto Eco entre 1955 y 1963. Muchos de ellos anuncian o completan las investigaciones desarrolladas en 'Obra abierta', publicado originalmente en 1962

Una investigación acerca de los problemas estéticos tiene necesariamente que partir de lo que ha constituido la experiencia crociana: entre otras cosas porque una de las características de esta doctrina fue la de afirmarse no sólo entre los filósofos, sino, fundamentalmente, entre todos aquellos que hacen profesión de crítica literaria y artística en general, y que no pretenden de la disertación estética tanto la resolución de los más arduos problemas metafísicos, como una iluminación acerca de los fenómenos artísticos que constituyen el objeto de su análisis así como ciertas indicaciones generales acerca del carácter, los límites y el valor del ejercicio concreto de lectura que tienen entre manos. Pero, al mismo tiempo, no debe ignorarse que el triunfo de las teorías crocianas contribuyó a circunscribir una amplia zona de la cultura estética italiana en una especie de ámbito provinciano, apartándola de una serie de investigaciones que se iban desarrollando en otros países; y aunque toda esta problemática era rechazada no tanto por cerrazón mental cuanto por el convencimiento de haber ya alcanzado y superado sus límites, esto no impide que durante años hayamos permanecido con frecuencia al margen de una batalla de las ideas expresada en un lenguaje que nos iba resultando cada vez más extraño.

Una concepción del arte como hacer, hacer concreto, empírico, industrial, en un contexto de elementos materiales y técnicos: un concepto del fenómeno artístico como organismo regido por toda una legalidad estructural, concepto que ignoraba y, en cierto sentido, superaba las diferencias entre poesía y literatura, y en algunas doctrinas incluso las diferencias entre arte y artesanado; el demorarse en discusiones de preceptiva, la valoración del elemento «inteligencia» en aquel contexto creador que se nos había definido como exclusivamente fantástico: todo esto y otros razonamientos engendraban desconfianza y reservas; y, en cualquier caso, apuntaban un mundo de problemas que la estética crociana parecía haber resuelto, al menos confinándolos al ámbito de los pseudo-problemas.

Hasta estos últimos decenios no se ha producido en Italia (aunque ya en épocas de Croce hubo pensadores que intentaron soluciones personales; baste citar el nombre de Baratono) un florecimiento de la investigación orientada a la reconsideración de las últimas experiencias estéticas europeas y americanas, desde Bergson hasta Dewey, desde las experiencias de la Algemeine Kunstwissenschaft y de los teóricos de la Einfühlung hasta los desarrollos de la fenomenología y de las investigaciones sociológicas encaminadas a una atenta consideración de todos los fenómenos de la evolución del gusto y de los estilos.

En el contexto de este fenómeno, la «estética de la formatividad» de Luigi Pareyson1 ocupa un lugar destacado, tanto por la amplitud del intento como por la forma característica con que el autor (sin dejar de mantener un diálogo vivo con los temas de la estética idealista italiana) asume los resultados y las aportaciones de gran parte de los estudios extranjeros contemporáneos; y al mismo tiempo saca provecho de esas experiencias concretas de trabajo que son las poéticas y que, aunque constituyen el programa operativo de un artista o de un crítico (con lo que resultan incapaces de explicarnos el concepto del arte en general y la obra misma de los demás artistas, lo cual es tarea de la estética, en cuyo seno todas las poéticas hallan su justificación), ofrecen, sin embargo, un precioso repertorio de perspectivas, indicaciones, experiencias artísticas vividas, ofreciendo por ello al filósofo un material indispensable de elaboración.

En el contexto de este punto de vista estético, amplio y nada provinciano, analizaremos la teoría de la formatividad de Pareyson, la cual, a la solución idealista del arte como visión, opone un concepto de arte como forma, en el que el término forma significa organismo, formación del carácter físico, que vive una vida autónoma, armónicamente calibrada y regida por leyes propias; y a un concepto de expresión opone el de producción, acción formante.

Toda la vida humana es para Pareyson invención, producción de formas; toda la laboriosidad humana, tanto en el campo moral como en el del pensamiento y del arte, da lugar a formas, creaciones orgánicas y terminadas, dotadas de una comprensibilidad y autonomía propias: son formas producidas por el trabajo humano tanto las construcciones teoréticas como las instituciones civiles, las realizaciones cotidianas y los hallazgos de la técnica, así como un cuadro o una poesía.

Al ser toda formación un acto de invención, un descubrimiento de las reglas de producción de acuerdo con las exigencias de la cosa que ha de realizarse, queda, por consiguiente, afirmado el carácter intrínsecamente artístico de toda realización humana. Revalorizada la dimensión artística de toda producción de formas, surge, a pesar de todo, la necesidad de hallar

un principio de autonomía que diferencie la formación de la obra de arte de cualquier otro tipo de formación. La filosofía idealista crociana, definiendo el arte como intuición del sentimiento, había claramente afirmado cómo, por consiguiente, aquél no era moral ni era conocimiento: Pareyson, por el contrario, parte de un concepto personalista de unitotalidad de la persona, la cual especifica, en cada ocasión, su actividad formante en dirección especulativa, práctica, artística, permaneciendo siempre —unitariamente— pensamiento, moralidad, formatividad: «Sólo una filosofía de la persona es capaz de resolver el problema de la unidad y distinción de las diferentes actividades, ya que explica, en base al carácter indivisible y a la iniciativa de la persona, cómo toda operación exige siempre tanto la especificación de una actividad como la concentración de todas las demás: si el actuar perteneciera al espíritu absoluto, no existiría diferencia entre las diferentes actividades y todas se reducirían a una sola». Por ello, del mismo modo que en una operación especulativa interviene el compromiso ético, la pasión de la investigación y un sabio carácter artístico que guía el proceso de la investigación y la disposición de los resultados, así en una operación artística interviene la moralidad (no como norma exterior de leyes vinculantes, sino como compromiso que hace concebir el arte como misión y deber, impidiendo concretamente a la formación el seguir otra ley que no sea la de la obra que ha de realizarse); por tanto interviene el sentimiento (pero no concebido como elemento exclusivo del arte, sino más bien como

matiz afectivo que asume el compromiso artístico y en el cual se desarrolla); e interviene la inteligencia, como juicio continuo, vigilante, consciente, que preside la organización de la obra, control crítico que no es ajeno a la operación estética («apenas empieza a manifestarse la reflexión y el juicio —advertía Croce—, el arte se disipa y muere...») y no es tampoco el soporte de la acción creadora, fase de reposo y reflexión heterogénea para un pretendido momento puramente fantástico; sino que es movimiento inteligente hacia la forma, pensamiento que tiene lugar en el interior de la operación formante y se orienta a la realización estética.

Por consiguiente, dada esta coexistencia de actividades en la persona que actúa en su totalidad, lo que distingue el arte de las demás iniciativas personales es el hecho de que en aquél todas las actividades de la persona van dirigidas a una intención puramente formativa: «En el arte, esta formatividad, que afecta a toda la vida espiritual y hace posible el ejercicio de las restantes operaciones específicas, se especifica a su vez, se acentúa en una prevalencia que subordina así todas las restantes actividades, asume una tendencia autónoma... En el arte la persona... forma únicamente para formar, y piensa y actúa para formar y poder formar».

Estas afirmaciones, y la definición del arte como «pura formatividad», podrían originar equívocos, especialmente en el caso de que se asociara el término forma a rancias querellas de forma-contenido o forma-materia: pero toda presunción de un estéril formalismo sucumbe cuando se refiere a un concepto de forma como organismo, cosa estructurada que en cuanto tal lleva a la unidad elementos que pueden ser sentimientos, pensamientos, realidades físicas, coordinados por un acto que tiende a la armonía de esta coordinación, pero que procede de acuerdo con leyes que la obra misma —que no puede abstraerse de los mismos pensamientos, sentimientos, realidades físicas que la constituyen— postula y esboza en su hacerse.

Además, «formar por formar» no significa formar la nada: contenido de toda formación específicamente tal es la misma persona del artista. Esto no quiere decir que la persona del artista entre en la obra como objeto de narración; la persona que forma se define como parte de la obra formante en calidad de estilo, modo de formar; la obra nos narra, expresa la personalidad de su creador en la trama misma de su consistir, el artista vive en la obra como residuo concreto y personalísimo de acción. «La obra de arte pone de manifiesto en su totalidad la personalidad y espiritualidad originales del artista, denunciadas, antes que por el tema y el argumento, por el modo personalísimo y único que ha evidenciado al formarla.»

Pierden así significado las discusiones acerca de los términos de contenido, materia, forma... Contenido de la obra es la persona misma del creador, la cual, al mismo tiempo, se hace forma, porque constituye el organismo como estilo (determinable en toda lectura interpretativa), modo en que una persona se ha formado en la obra y, al mismo tiempo, modo en el cual y por el cual consiste la obra. De forma que el mismo argumento de una obra no es más que uno de los elementos en los que se ha expresado la persona haciéndose forma.

Un arte entendido como formación —para estudiar otro aspecto fundamental de la doctrina que estamos considerando— es un arte que no puede ignorar el carácter físico; la ilusión crociana de una figuración totalmente interior cuya extrinsecación física fuera un simple aspecto accesorio, dejaba virgen una de las zonas más ricas y fecundas del mundo de la creación. Croce unía inseparablemente la intuición a la expresión (y recordaba que no existe una imagen distinta del sonido o del color que puede expresarla; de forma que para él la imagen nacía ya como cuerpo expresado), pero separaba la expresión de la extrinsecación. Como si la imagen pudiera surgir como sonido o color sin la existencia de un concreto ejercicio sobre la estructura física en formación como continua referencia, soporte y sugerencia. Por esto, contemporáneamente al florecimiento (y a pesar de la influencia) de la estética crociana, filósofos y artistas hacían objeto de un cuidadoso análisis el problema de la materia en el arte, de ese diálogo con la materia indispensable en toda producción de arte: en el que la presencia de la estructura física como resistencia permite avances, obstáculos, sugerencias de acción formativa.

Son éstos los problemas que preocupan a Pareyson, analizando con agudeza esa actividad dialogal a través de la cual el artista, limitándose frente al obstáculo, halla su más auténtica libertad; porque de la confusión de las aspiraciones vagas pasa al problema concreto de las posibilidades del material con que se enfrenta, cuyas leyes va poco a poco traspasando al cuadro de una organización que las convierte en leyes de la obra. Análisis este que se realiza en base a una amplia documentación de experiencias de artistas, que van desde Flaubert a Valéry y Stravinski, con lo que la definición teorética nace de un precioso repertorio de soluciones formativas. La materia, por lo tanto, como obstáculo en el que se ejercita la actividad creadora, que resuelve la necesidad del obstáculo en leyes de la obra: establecida esta definición general, uno de los aspectos más característicos de la doctrina de Pareyson consiste en haber referido al concepto de materia todas aquellas diversas realidades que chocan y se interfieren en el mundo de la producción artística: el conjunto de los «medios expresivos», las técnicas transmisibles, las preceptivas codificadas, los diversos «lenguajes» tradicionales, los instrumentos mismos del arte. Todo esto viene asumido bajo la categoría general de «materia», realidad exterior sobre la que trabaja el artista. Una antigua tradición retórica puede ser asumida al mismo nivel que el mármol sobre el que se esculpe: como obstáculo elegido para comenzar la acción. La misma finalidad a la que aparece destinada una obra funcional debe considerarse como «materia»: un conjunto de leyes autónomas que el artista ha de saber interpretar y reducir a leyes artísticas.

Nos acude ahora a la memoria una contraposición que Tilgher establecía entre Croce y Valéry: «Croce hace de la actividad poética algo que va creando sucesivamente su metro y su ritmo, su ley; Valéry afirma que la verdadera poesía sólo sale a la luz en lucha contra el obstáculo constituido por la métrica y el lenguaje tradicionales». Pues bien, de acuerdo con la estética de la formatividad, el artista, formando, inventa efectivamente leyes y ritmos nuevos, pero esta originalidad no nace de la nada, sino como libre resolución de un conjunto de sugestiones, que la tradición cultural y el mundo físico han propuesto al artista bajo la forma inicial de resistencia y pasividad codificada.

De todo lo dicho se desprende otro aspecto de la doctrina estética de Pareyson: la producción artística consistirá en un intentar, un proceder a través de propuestas y esbozos, pacientes interrogaciones de la «materia». Pero esta aventura creadora tiene un punto de referencia y un término de comparación. El artista procede a través de intentos, pero sus intentos están guiados por la obra tal como habrá de ser, que bajo forma de llamada y exigencia intrínseca a la formación orientan el proceso productivo: «el intentar, por lo tanto, dispone de un criterio, indefinible pero sumamente sólido: el presentimiento de la solución... la intuición de la forma».

Nos enfrentamos con el concepto de «forma formante» que introduce en la estética de Pareyson graves problemas filosóficos; y, prospectando un concepto de «obra» como guía a priori de la propia realización empírica, deja paso a numerosas discusiones de carácter metafísico, esa metafísica de la figuración a la que el autor se refiere en el transcurso de la obra. Llegados a este punto podría pensarse que, en el convencimiento de una legalidad autónoma de las formas, se anula la personalidad concreta de cada artista en particular: es muy fácil, en efecto permanecer en un principio desorientados ante afirmaciones como aquélla según la cual la obra existe preliminarmente como «brotes», germen que ya lleva en sí posibilidades de expansión de una determinada forma, con lo que el brote es la obra in nuce. Pero la metafísica de la figuración aparece aquí equilibrada por el carácter «personalista» del pensamiento de Pareyson (hasta el punto de que este segundo aspecto prevalece decisivamente sobre el primero): el brote es válido, asume todas sus posibilidades, se hace fecundo sólo en el caso de ser recibido, comprendido, asimilado por una persona. Una pincelada, un acorde musical, un verso (el primer verso de Valéry que determina todo el desarrollo del poema...), son brotes de formación que, por el solo hecho de ser y consistir como premisas de una posible figuración, presuponen un desarrollo orgánico de acuerdo con normas de coherencia; pero estos brotes resultan fecundos sólo en el caso de que el artista los asuma y haga suyos —y haga de la coherencia postulada por el brote su propia coherencia y de las diversas direcciones a las que éste puede virtualmente aspirar elija la más afín a él, con lo cual resultará la única realizable.

Así esta dialéctica artista-forma formante —que puede suscitarnos el temor de hallarnos ante una Obra como entidad autónoma hipostatizada o, viceversa, frente a una personalidad que impone su propio arbitrio a una realidad que, idealistamente, constituye con un acto de selección— se basa, por el contrario, en un concepto objetivo de la naturaleza y en el convencimiento de una profunda afinidad entre el actuar humano y las leyes naturales de las formas; las formas exigen un constituirse de acuerdo con una intencionalidad natural que no se opone a la intencionalidad humana, ya que ésta podrá hacerse productiva sólo en el caso de que interprete aquélla, e, inventando leyes de formación humana, no se oponga a la formatividad de la naturaleza, sino que la prolongue. Y es precisamente este carácter azaroso e interrogante de la acción formativa lo que permite más adelante a Pareyson páginas densas y agudas sobre el valor de la improvisación y de la ejercitación, como estudio de las posibilidades contenidas en la «materia», y deja paso a un nuevo planteamiento del problema de la inspiración, al margen de los esquemas románticos y dionisíacos.

Portada del libro 'La definición del arte' de Umberto Eco
Portada del libro 'La definición del arte' de Umberto Eco

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