Miguel Barroso: el corazón de un amigo
Había algo mineral en su esencia, de un mineral muy duro. Era una roca, el acantilado que frenaba la embestida de todas las olas, el muro de contención en el que todos sus amigos confiábamos
Cuando me llamó Dreydi, su mujer, desde Portugal para que me acercara a su casa porque algo iba mal con el corazón de Miguel Barroso, no me lo podía creer. Y todavía ahora me resulta increíble la amarga realidad de que no volveré a escuchar la voz jovial y apasionada de mi querido amigo. Esa misma mañana del sábado en que nos dejó, recién llegado Miguel de La Habana, hablé con él un par de veces por teléfono. Fueron conversaciones como las que siempre teníamos.
Había algo mineral en la esencia de Miguel, de un mineral muy duro. Miguel era una roca, el acantilado que frenaba la embestida de todas las olas, el muro de contención en el que todos sus amigos confiábamos. No será fácil asimilar la certeza de que la muerte derriba todas las murallas y de que además, como cantó Silvio Rodríguez, “anda en secreto”. Miguel se ha ido muy pronto y por sorpresa de una vida que, junto a él, era una fiesta: un banquete de amigos, una celebración familiar, un goce intelectual, un elogio constante a la brillantez, un compromiso con una España mejor. Sé que nunca volveré a disfrutar tanto un buen habano, nunca encontraré mejor compañía, mejor conversación; lo sé.
Muchos han elogiado ya su brillantez, la agudeza de una inteligencia privilegiada, y su enorme cultura. Miguel tenía una agilidad mental vertiginosa, que te dejaba siempre boquiabierto. Su creatividad parecía no tener límites. Escribió dos novelas estupendas, pero podría haber llegado más lejos tanto en el periodismo como en la literatura. Creo que podría haber sido uno de los mejores escritores en español. Si no lo hizo, es porque le apasionaba la acción. Y porque no le importaba dejar que fueran otros quienes protagonizaran las grandes ideas que él tenía, que otros firmaran sus artículos o leyeran sus discursos. Era una persona a quien le gustaba más estar en la sala de máquinas que en el puente de mando. Huía del protagonismo, quizá porque sentía que los focos le restaban libertad, pero también simplemente porque era de personalidad huidiza. Y encontró en la comunicación la mejor forma de acomodar el brillo de su inteligencia, su personalidad y su deseo de transformar la realidad.
Porque Miguel fue un hombre muy comprometido. Procedente de una familia acomodada, desde muy joven, hizo suya la undécima tesis sobre Feuerbach de Marx, y se lanzó a transformar el mundo. Coqueteó con el maoísmo, como muchos jóvenes de nuestra generación, pero se aproximó muy pronto al PSOE. Colaboró con iniciativas culturales, algunas vinculadas a nuestro común amigo Salvador Clotas, y trabajó con José María Maravall, recién aterrizado en el Ministerio de Educación durante el primer gobierno de Felipe González. En aquella época le conocí yo, cuando las protestas juveniles agitaron las aulas y las calles, y yo era el secretario general de las Juventudes Socialistas. Después de esta experiencia, volvió al periodismo y al mundo de la empresa, hasta que se cruzó en su camino otro gran amigo común: José Luis Rodríguez Zapatero. Miguel vio en José Luis, como después en Pedro Sánchez, el líder de una auténtica renovación de la izquierda transformadora en España. Lo que ocurrió después está en las hemerotecas y algún día estará también en los libros de historia. Fue en aquella época, a principios de este siglo, cuando se forjó mi profunda amistad con Miguel, un vínculo que la muerte no podrá deshacer mientras esté viva mi memoria.
Quienes conocíamos a Miguel sabíamos que estaba pendiente de su familia. Siempre estuvo atento a los progresos de Camila y Cristina. Y a pesar de su coquetería innata, que le hacía querer aparecer como un eterno joven, con sus vaqueros y sus zapatillas, estaba muy orgulloso de ser abuelo. Mi mujer, Ana, y yo fuimos testigos privilegiados del enamoramiento de Carmen —¡cuánto la echamos de menos!— y Miguel, la ilusión por el nacimiento de Miquel, que en junio cumplió 16 años, y del dolor de la ruptura de su relación. Carmen y Miguel fueron grandes amigos hasta el final. Sus hijos, su madre, su mujer, Dreydi, y sus hermanos, junto con sus amigos, estaban siempre en su corazón.
Como todo hombre de genio, Miguel tenía una personalidad compleja. Había muchos Migueles en Miguel, y no todos estaban siempre en armonía, su creatividad estimulaba a veces un exceso de dialéctica, pero al final siempre se imponía su solidez, la columna vertebral de su pensamiento bien estructurado. Miguel se esforzaba por pensar con la cabeza y querer con el corazón, intentaba que no hubiera interferencias entre sentimiento y razón, pero no siempre lo conseguía. Quizá Miguel, que lo había leído casi todo, recordaba la advertencia de Pessoa: “Si el corazón pudiera pensar, se pararía”. Nosotros lo veíamos tan fuerte, tan rocoso, tan inexpugnable, y quizá no supimos ver que su corazón también pensaba y su razón sentía. Se ha ido un hombre que nos hacía felices, una persona con una generosidad sin límites, un consejero leal, un gran compañero y, por encima de todo, un amigo de verdad, con un corazón inmenso.
Javier de Paz es vocal del consejo de administración de Telefónica y presidente de la Comisión de Regulación y Asuntos Institucionales.
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